02-13

San Benigno, Presbítero y Mártir. Siglos III-IV.

De Todi (Italia), el obispo Ponciano lo consagró presbítero. Durante la persecución de Maxiliano y Diocleciano, socorre a los presos, los débiles y los torturados. Fue apresado y martirizado hasta su decapitación.

La rosa blanca

Los nazis encontraron un movimiento de resistencia llamado Rosa Blanca. Vale la pena ver la película Sophie Scholl, o leer el libro La Rosa Blanca. No era ninguna asociación, sino un grupo de amigos. Tenían decidido vivir la vida apasionadamente. Uno de ellos, Inge Scholl, escribe: «En un determinado momento uno —mientras jugaba con la cera que goteaba de las velas— comenzó a hablar del hambre, subrayando lo misterioso que es el hecho de que tantos hombres no sientan hambre de cosas espirituales. Es posible que no se asusten jamás, que no se pregunten: «¿Por qué? ¿De dónde procede esta inquietud interior, esta sutil tensión?» ¡Ah, claro! Y saben inmediatamente cómo escabullirse […]. Tapan esta pequeña voz interior con muchas cosas, en vez de detenerse y preguntarse simplemente: «¿Porqué?»

Cuando vieron lo que hacían los nazis en su país no se conformaron. Se opusieron como pudieron. En una imprenta clandestina sacaban panfletos subversivos que repartían por la universidad. Uno de ellos escribía a su novia: «… se abren delante de ti precipicios, la noche más oscura rodea mi corazón que busca, pero yo me arriesgo… Qué grande es la frase… “la vida es una gran aventura hacia la luz.”» Se arriesgó, y a los dos días les pillaron.

Encarcelados, se dictó sentencia: «Por medio de panfletos los acusados han incitado, en tiempo de guerra, al sabotaje de los armamentos y al derrocamiento de la forma de vida nacionalsocialista de nuestro pueblo, han difundido ideas derrotistas y han ultrajado al Führer de la manera más vulgar. De este modo han favorecido al enemigo del Reich y han minado nuestro potencial de defensa. Por ello se les condena con la muerte. De ahora en adelante han perdido irrevocablemente sus derechos de ciudadanos.»

Alexander escribe a su novia: «Querida mía, ¡querida Natascha! Quizá te asombrará si te escribo que dentro de mí cada día estoy más tranquilo, incluso alegre y sereno, y que mi humor muchas veces es mejor de lo que era cuando estaba libre. ¿Cómo es posible? Quiero contártelo ya: toda esta grave “desgracia” era necesaria para que alcanzase el camino correcto. […] De hecho, ¿Qué sabía hasta ahora de la fe, de la verdadera y profunda fe, de la verdad, de aquella última y única verdad, de Dios? ¡Muy poco!»

Esta pandilla de universitarios amigos compartían un principio: la vida hay que vivirla, no simplemente gastarla. Resulta luminoso conocer este pequeño detalle: uno de ellos escuchaba cada mañana a su padre recitar delante del espejo:

Resistir siempre a las fuerzas contrarias;

no doblegarse jamás,

mostrarse poderosos;

 invoca el auxilio de los dioses.

Sus hijos se reían de esta rutina de su padre, pero habían mamado este espíritu.

Es importante que resistamos. Un libro escolar de entonces ponía este problema de matemáticas: «Un enfermo mental cuesta aproximadamente 4 marcos por cada día de hospitalización, un lisiado 5,50 marcos… En muchos casos un empleado cabeza de familia gana… menos de 3 marcos, un trabajador no cualificado ni siquiera 2 marcos. Calcula estas cifras:

a) Según un cuidadoso estudio, en Alemania se atiende a 300.000 enfermos mentales, epilépticos, etc. Al coste de 4 marcos al día ¿cuánto cuestan en total cada año?

b) ¿Cuántos subsidios familiares de 600 marcos, sin considerar los reembolsos, podrían concederse cada año con ese dinero?»

¿No te parece que es brutal? ¿Pero no te parece más brutal que tantas personas normales pasasen por el aro? Ojalá todos los cristianos seamos rebeldes ante las injusticias. Un testigo que asistió al juicio decía después: «El comportamiento de los acusados causó, y no sólo a mí, una profunda impresión. Allí delante estaban hombres llenos de sus ideales. Sus respuestas a las preguntas algo insolentes del Presidente, que durante toda la audiencia se comportó más como acusador que como juez, eran tranquilas, controladas, claras y valientes.»

Todos los hijos de Dios tenemos que recorrer el mismo camino, como escribía uno de ellos al recordar la muerte de sus compañeros:

«Esto no debe impedirnos ni estar contentos ni pensar con alegría en aquellos que han sacrificado su vida. Muchos de ellos lo han hecho, como Christl y los hermanos Scholl…

»Sí, ¿cómo expresarlo en este momento con palabras? Nunca se va al encuentro de la muerte con alegría, pero sí con la percepción de haber cumplido aquello a lo que has sido llamado.

»Sólo puedo desearos a cada uno que cuando por la noche penséis en la jornada transcurrida, tengáis la percepción de haber hecho aquello a lo que habéis sido llamados.»

Señor, Padre nuestro, tú eres el padre de todos. Todos somos hermanos y no podemos quedarnos con los brazos cruzados ante las injusticias que sufren otros. Recordar a los jóvenes de Rosa Blanca sería inútil si no intentáramos entender que también a nosotros la libertad nos exige estar dispuestos a realizarla nos cueste lo que nos cueste. Por ejemplo, Padre, ayúdenos a no acostumbrarnos a la brutalidad del aborto. ¡Cómo podemos unos hombres atentar contra la vida de otros! Danos al grupo de mis amigos el espíritu que tenía el grupo de amigos de la Rosa Blanca. Que no nos dobleguemos, que arriesguemos la vida, que resistamos a lo malo…

Comenta ahora con tus palabras, y manifiéstale deseos…

02-12

Santa Verónica. Siglo I.

Aunque no se sabe su nombre real, se le otorgó el de Verónica a la mujer que acompañó a Jesús en el Vía Crucis, limpiándole la cara con un paño. Verónica procede del macedonio “ferenice”, y significa “portadora de la victoria”, aunque se lo relaciona con el latín “vera icon”: imagen verdadera.

El corazón quejica

No me cuesta identificarme con el hijo mayor de la parábola que se quejaba: «Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos.» En esta queja, obediencia y deber se han convertido en una carga, y el servicio en esclavitud.

Todo esto se me presentó de forma muy clara cuando un amigo, que recientemente se ha convertido al cristianismo, me criticó por no hacer demasiada oración. Esta crítica me enojó mucho. Me dije: «¡Cómo se atreverá éste a darme lecciones de oración! Durante años ha llevado una vida descuidada e indisciplinada, mientras que yo siempre he vivido una vida de fe. ¡Ahora se convierte y empieza a decirme cómo debo comportarme!» Este resentimiento interior revela mi propio «extravío». Me había quedado en casa, no me había marchado, pero no llevaba una vida libre en casa de mi padre. Mi ira y envidia eran prueba de mi esclavitud.

Esto no sólo me ocurre a mí. Hay muchos hijos e hijas mayores que están perdidos a pesar de seguir en casa. Y es este «extravío» —que se caracteriza por el juicio y la condena, la ira y el resentimiento, la amargura y los celos— el que es tan peligroso para el corazón humano. A menudo pensamos en el extravío como actos que se ven y que son espectaculares. El hijo menor pecó de forma visible. Su perdición es obvia. Malgastó su dinero, su tiempo, sus amigos, su propio cuerpo. Lo que hizo estuvo mal; lo supo su familia, sus amigos y él mismo. Se rebeló contra toda moralidad y se dejó llevar por la lujuria y la codicia. Después, habiendo visto que toda aquella conducta caprichosa no le conducía más que a la miseria, el hijo menor reflexionó, volvió y pidió perdón. Estamos ante el clásico error humano que se soluciona de forma clara. Se comprende y se simpatiza fácilmente con él.

Sin embargo, el extravío del hijo mayor es mucho más difícil de identificar. Al fin y al cabo, lo hacía todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba, le alababa y le consideraba un hijo modélico. Aparentemente, el hijo mayor no tenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la persona resentida, orgullosa, severa y egoísta que «estaba escondida» y que con los años se había hecho más fuerte y poderosa.

Mirando en mi interior y mirando a las personas que me rodean, me pregunto qué hará más daño, la lujuria o el resentimiento. Hay mucho resentimiento entre los «justos» y los «rectos». Hay mucho juicio, condena y prejuicio entre los «santos». Hay mucha ira entre la gente que está tan preocupada por evitar el «pecado».

El extravío del hijo resentido es tan difícil de reconocer precisamente porque está estrechamente ligado al deseo de ser bueno y virtuoso. Sólo yo sé los esfuerzos que he hecho por ser bueno, agradable, por que se me acepte, y por ser un ejemplo a imitar. Toda mi vida me he esforzado por evitar las situaciones que me conducen al pecado; siempre he sentido pánico de caer en la tentación. Pero junto a esto estaba también la seriedad, la moralidad, incluso un cierto fanatismo, que hacía que me resultara cada vez más difícil sentirme a gusto en la casa de mi Padre. Me hice menos libre, menos espontáneo, menos jovial y cada vez más era considerado una persona «dura».

Padre bueno, quiero servirte y estar siempre en casa, pero no me dejes caer en el resentimiento del hijo mayor. Que no me haga duro, que no me crea mejor, que no mire por encima del hombro a nadie —¡a nadie!—. Que mire con tu mirada, Padre, a todos tus hijos.

Comenta con Dios Padre si te pareces a este hijo de la parábola. No tengas miedo en reconocer lo que sea, y aprovecha para decirle que te abandonas en él, que quieres que tu corazón no sea quejica…

02-11

Nuestra Señora de Lourdes, Advocación Mariana.

Bernarda de Subirous fue testigo de las repetidas apariciones de la Virgen María en la gruta de Massabielle de Lourdes (Francia). Desde 1858 es lugar de peregrinación y sanación física y espiritual.

El padre imposible

«Padre, dame la parte de herencia que me corresponde.» Esta petición es brutal. Kenneth Bailey quiso explorar esta brutalidad:

«Durante más de quince años he estado preguntando a gente de todo tipo, desde Marruecos hasta la India, y desde Turquía al Sudán acerca de las implicaciones que puede tener el hecho de que un hijo reclame su herencia en vida del padre. La respuesta ha sido siempre la misma… La conversación se desarrolla como sigue:

»—¿Hubo alguna vez alguien en su pueblo que pidiera una cosa así?

»—¡Jamás!

»—¿Podría alguna vez alguien pedir una cosa así?

»—¡Imposible!

»—Si alguna vez alguien lo hiciera, ¿qué ocurriría?

»—Su padre lo mataría a golpes, ¡desde luego!

»—¿Por qué?

»—Una petición así significaría que deseaba que su padre muriera.»

¡Claro! Lo que pide el hijo no es que reparta la herencia. En eso no habría tanto problema, pues sería como pedirle que hiciese el testamento: padre, decide ahora qué cosas pertenecerán a mi hermano y qué cosas a mí, de manera que nos las apropiemos cuando mueras; mientras tanto, el padre sigue disfrutando de todo lo que es suyo.

No es esto lo que pide el hijo. Pide que le dé ya su parte, que no está dispuesto a esperar su muerte, que ya tarda en morirse y quiere adelantar las cosas, que desea la muerte de su padre y disponer ya de lo que le toca.

Incluso el mejor de los padres de este mundo podría negar al hijo su petición con toda lógica, dominarse para no dejarse llevar por una reacción violenta pero negárselo. Con esta parábola Jesús nos dice cómo es padre Dios-Padre: es bueno sin límites, ni siquiera lo más imperdonable hace que deje de amarnos, por lejos que nos vayamos o por descastados que seamos… él sigue queriéndonos como un padre y esperando nuestra vuelta, nunca se cansa.

No es cristiano vivir asustado por los propios pecados: he hecho esto, soy un desastre, siempre igual, no hay quien pueda quererme siendo como soy, no tengo remedio… Lo único que puede asustarnos es la abundancia de amor de este Padre nuestro que está en los Cielos y junto a nosotros continuamente.

Te repito, Padre, las palabras del poeta: «En este trueque de amor, no es mi falta sino tu abundancia, lo que me asusta, Señor.» Es tan grande tu amor que por eso decimos que es un misterio: no entra en ninguna cabeza que se pueda ser tan buen Padre como lo eres tú. La parábola que nos puso tu Hijo nos dice que tú te sales del mapa, que aquí en la tierra no hay padre como tú… y por eso nos cuesta aceptarlo. Que no empequeñezca el misterio, que no me asusten mis tonterías.

Sigue con tus palabras, comentando algo de lo leído. Después termina con la oración final.

 

02-10

Santa Escolástica, Virgen. Siglo VI.

Hermana de San Benito. Levantó su monasterio en Piumarola, a los pies de la montaña en cuya cumbre se había establecido su hermano. Una noche, para que éste permaneciese con ella, provocó un aguacero. Se la invoca contra los rayos y para obtener lluvia.

Nunca está todo perdido

A ver si estás de acuerdo con esto que se suele decir:

-Lo que un hijo piensa de su padre a los 5 años: «Mi papá lo sabe todo y es el mejor.»

-Lo que piensa a los 10 años: «Pues hay cosas que papá no sabe.»

-Lo que piensa a los 15 años: «Mi padre no sabe ni entiende nada.»

-Lo que piensa a los 20 años: «Mi padre es un viejo chocho.»

-Lo que piensa a los 25 años: «Pues hay cosas en que mi padre tiene razón.»

-Lo que piensa a los 30 años: «Mi padre tiene mucho sentido común y sabe bastante de la vida.»

-Lo que piensa a los 35 años: «Le preguntaremos a mi padre a ver qué opina.»

Algo de razón tiene, y algo así pensaría el hijo de la parábola del Señor que hoy podemos leer. La transcribe san Lucas (cap. 15). «Dijo: “Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo al padre:  ‘Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde.’ Y él les repartió la hacienda.

Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. «Cuando hubo gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país, y comenzó a pasar necesidad. Entonces, fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar puercos. Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Y entrando en sí mismo, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros.” Y, levantándose, partió hacia su padre.

»Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo.” Pero el padre dijo a sus siervos: “Traed aprisa el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en su mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado.” Y comenzaron la fiesta.

»Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Él le dijo: “Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano.” El se irritó y no quería entrar. Salió su padre, y le suplicaba. Pero él replicó a su padre: “Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!” Pero él le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.”»

Señor, líbrame de querer independizarme de ti. Que vuelva a pensar de ti lo que un niño de cinco años y un hombre de más de 35. Que no piense en ti como en alguien que me quita la libertad, sino como en quien realmente me quiere. Que no busque la libertad apartándome de ti: eso es sólo un espejismo.

Y ahora sigue tú hablando con tu Padre-Dios. Deja que Dios te quiera, deja que Dios te abrace, deja que Dios pueda ejercer su oficio de Padre contigo. Deja que el Señor pueda alegrarse contigo.

02-09

San Pedro de Dama, Sacerdote, Siglo VIII.

Luchó contra el Islam, por lo que el califa Walid le cortó la lengua y ordenó que fuese desterrado a Arabia. A pesar de su mudez, continuó predicando el cristianismo.

La huella dactilar

La policía sabe que el mejor medio que tiene para identificar a una persona es la huella dactilar. Hay tantas huellas dactilares como personas, y no hay dos iguales. Nadie se la puede apropiar: es tuya y además inconfundible. Gente con el mismo pelo, nombre, estudios… puede haber muchos, pero ninguno tendrá la misma huella dactilar.

También nuestra alma tiene una huella dactilar: cuando somos bautizados, Dios deja una marca que me hace su hijo, irrepetible, único y resulta duro decir que Dios tenga necesidad de algo, pero así es- imprescindible.

Algunos piensan que el pecado mortal nos separa totalmente de Dios, como si esos pecados nos convirtiesen en seres ajenos al buen Padre Dios. No es así. La huella dactilar de Dios en nosotros no hay fuego que la pueda borrar. Conviene no olvidar lo que dice san Juan de la Cruz: «Grande contento es para el alma entender que nunca Dios falta del alma, aunque esté en pecado mortal, y cuánto más en la que está en gracia.»

El hijo pródigo deja el hogar. Dejar el hogar no es abandonar un lugar, sino negar la realidad espiritual de que pertenezco a Dios, negar que él es mi Padre, que me tiene grabado en la palma de sus manos y que me ha marcado como hijo único. Dejar el hogar es pasar de él y decirle «no te preocupes por mí, que mi vida me la organizo yo solito».

Pues bien, aunque el hijo abandone el hogar, el padre no abandona al hijo: cada día mira al horizonte por si vuelve. «En este trueque de amor, no es mi falta sino tu abundancia lo que me asusta, Señor». Que no nos asustemos por nuestras faltas; o mejor, que no pensemos que él se asusta de nuestros pecados.

«Grande contento es para el alma entender que nunca Dios falta del alma, aunque esté en pecado mortal, y cuánto más en la que está en gracia.» Es más. Aunque uno acuda a Dios como último recurso, porque le ha fallado todo lo demás, aunque le trate de segundo plato o de postre, a Dios no le importa… con tal de que volvamos.

Me decía un chico que cuando miraba un sagrario le resultaba inevitable ver a Jesús como con los brazos cruzados, mirándole con gesto de cansancio mientras le decía: «Bueno, qué? A ver qué haces, no? Ya te vale.» Me decía que por eso le costaba entrar en la iglesia, y cuando lo hacía, evitaba mirar al sagrario. Tuve que decirle que su imagen estaba muy lejos de la que Jesús nos transmitió: le recomendé que leyera despacio, de nuevo, la parábola del hijo pródigo. Considerarse indigno de Dios, ajeno, alguien de quien Dios estará harto, es lo más contrario a lo que Jesús nos ha enseñado.

Aunque yo me vaya lejos, Señor, tú continúas a mi lado. Nada de lo que pueda hacer borra la huella que tú has impreso en mí. Siempre seré tu hijo amado. En el bautismo de Jesús se oyó del cielo una gran voz: «Éste es mi hijo amado.» Lo mismo dijiste en mi bautismo. Lo sé, pero repítemelo, Padre, cada día: «Tú eres mi hijo amado.» Te pido que los cristianos que se encuentren en pecado mortal, que ninguno se sienta abandonado de ti: que sepan que ni aun así tú faltas en su alma.

Ahora puedes comentar con Él esta parábola, y no te canses de agradecerle que te haya hecho su hijo.

02-08

San Jerónimo Emiliano. Siglo XV.

Nacido en Venecia, fue militar. Tras caer prisionero y ser liberado, decidió servir a los más indefensos. Se ordenó sacerdote y fundó la Orden de los Padres Somascos, que instituyeron escuelas gratuitas para todos. Es patrono de los huérfanos y de la juventud abandonada.

Pero… ¿y Sonia?

Al gran escritor Dostoievski le ocurrió lo siguiente. Se enamoró de una chica que ya estaba casada. Cuando se enteró, interrumpieron la relación. Poco tiempo más tarde ella enviudó, y entonces sí se casaron. Pronto se cumplió una de las grandes ilusiones de Dostoievski: tuvo una niña a la que llamó Sonia. Cuando ya tenía tres meses, paseando por la costa de una ciudad alemana, repentinamente entró una galerna que les pilló desprotegidos y les empapó. La pequeña Sonia enfermó y murió en pocos días por la neumonía. El escritor, destrozado, se desahogaba en esta carta con un amigo:

«Ella comenzaba a reconocerme, a amarme, y siempre que me acercaba sonreía. Cuando cantaba para ella con mi voz cómica, veía que me escuchaba complacida. Cuando la besaba mantenía el rostro serio, y si me acercaba a ella cesaba de llorar.

»Y ahora intentan consolarme diciendo que tendré más hijos. ¡Pero Sonia! ¿Dónde está Sonia? ¿Dónde está este pequeño ser por quien de buena gana habría soportado la muerte en la cruz… si de ese modo hubiera logrado que viviese?»

¿No te parece que es lógico que le molestase a Dostoievski que le intentasen consolar así, como si diese igual Sonia u otro? ¡Claro que le molesta! Él no amaba tener hijos en general, sino que amaba a Sonia. Ninguna otra hija, ni veinte hijas que pudiera tener, serían capaces de ocupar el lugar que Sonia ocupaba en su corazón.

Tenemos huella dactilar. El bautismo nos hace únicos para nuestro Padre Dios. Nadie ocupará mi lugar en el corazón de Dios: sólo yo puedo quererle por mí. Aunque todos los hombres del planeta le amasen y estuviesen con él, si yo no le amase él seguiría echándolo en falta, seguiría buscándome, esperándome cada día como el padre de la parábola, deseándome como Dostoievski a su pequeña Sonia.

Padre nuestro, que estás en los cielos, que no olvide que tú, como buen padre, no sabes contar más que uno: tienes sed de mí. ¡Que me asuste tu abundancia, Señor!

Puedes agradecerle ahora, con tus palabras, que te quiera como a su único hijo: pídele que cada vez te entre más en la cabeza.

02-07

San Lucas el Joven, Eremita. Siglo X.

Griego, de familia campesina. De niño se mostraba piadoso, sembrando su grano en tierras de los más pobres y dando sus propias ropas. Tras permanecer un tiempo en un monasterio, se construyó una ermita en Corinto, donde vivió alegre desde los 18 años.

Que no te la den con queso

Una noticia reciente en EE UU revela que consumir queso antes de catar un vino disminuye la capacidad de percibir el sabor del vino. Un grupo de expertos americanos explican que las proteínas del queso limitan el poder de degustar otros sabores. Según dicen, un buen queso enmascara el sabor original del vino, ya que la grasa que contiene el queso bloquea las moléculas del sabor del vino, sean quesos suaves o fuertes.

Esto que los expertos americanos han descubierto ya lo había dicho la sabiduría popular con la frase «que no te la den con queso». Tiene su origen en la venta de vino. Los que vendían agasajaban con queso a los clientes para poder colarles vino de peor calidad. Así pues, cuidado con lo que nos dan…

Que a los hijos de Dios tampoco nos la den con queso. El queso no es malo, pero hay momentos en los que me puede perjudicar porque disminuye la capacidad de percibir algunos sabores. La ropa, las fiestas, la música, dormir, Internet, el alcohol… son realidades buenas o buenísimas, pero en exceso la grasa que contienen bloquea las moléculas del corazón, y entonces disminuye la capacidad de percibir el sabor de las cosas de Dios, o mejor, el gustoso sabor de amar y darse a los demás y a Dios.

Una de las últimas escenas de la película Titanic recoge cómo mueren todos los que han caído al agua tras el hundimiento del barco. El hombre no soporta la bajísima temperatura de esas aguas. El protagonista muere agarrado a la tabla donde está tumbada la chica. Muere en cuestión de minutos. Estas personas al principio sienten un gran dolor en todo el cuerpo por la congelación, pero después ya no «se siente nada» y la muerte es indolora. Al cabo de un rato se despierta la chica y ve que su novio —a muy poca distancia de ella— ha muerto de frío.

También la lepra se manifiesta primeramente en que se pierde la sensibilidad en algunas zonas del cuerpo. Y después viene la destrucción del cuerpo, se te pudre todo.

Que no nos la den con queso. Perder sensibilidad es síntoma de pobreza, de descomposición y muerte. A veces no nos duele lo malo y lo bueno no nos atrae en absoluto. Es más, nos atrae lo malo y nos duele lo bueno: nos gustaría mucho hacer eso que está mal, mientras que cumplir con «lo cristiano» me duele y cuesta. No pasa nada: quizá haya tomado tanto queso que no soy capaz de distinguir el vino del yogur. Si quieres, puedes tomar un poco de agua, enjuagarte la boca y recuperar la capacidad de saborear: es posible para quien quiere.

Ayúdame, Dios mío, que sepa reaccionar. Haz que me acerque a ti, que no me la den con queso. ¿Qué cosas buenas insensibilizan mi corazón?

Y ahora sigue tú hablando con tu Padre-Dios, y contéstale a esta última pregunta. Ésta es la parte más importante: cuéntale y escucha.

02-06

Santos Pablo Miki y compañeros, Mártires de Japón. Siglo XVI.

De una familia rica de Kyoto, perteneció a la Compañía de Jesús. Junto a otros 25 compañeros entre jesuitas, franciscanos, catequistas y laicos, fue crucificado por orden del emperador Toyotomi Hideyoshi.

El Padrenuestro que Jesús nos enseñó

La oración que nos enseñó Jesús es el Padrenuestro. En las siete peticiones de esta oración se encuentra todo lo que Dios quiere que le pidamos, o sea, lo que quiere que deseemos. No sé dónde me encontré con este otro padrenuestro que pongo con minúscula adrede, pues las siete peticiones han sido modificadas:

«Padre mío, que tienes que estar siempre a la escucha —en el cielo o donde sea— dispuesto a hacerme llegar cuanto te pida.

Quiero que todos hablen bien de mí: que sea honrado mi nombre.

Esto es lo que exijo: quiero mi pequeño reino aquí en la tierra, con todos los demás a mi servicio.

Quiero que se haga mi voluntad, tanto por parte tuya como de los demás.

Dame, Señor, no sólo pan, sino jamón y dulces, y una cuenta corriente bien repleta en el banco, para que no tenga que molestarme en pedirte un día y otro.

¡Ah, sí! perdona mis pecados. Es verdad que no me pesa demasiado haberlos cometido, y también es verdad que hay gente a quienes no se puede decir que los perdone,    ¡son tan antipáticos! De todos modos, perdóname, no quiero ir al infierno ni al purgatorio, ni a lugar alguno que se les parezca.

No me dejes caer en la tentación; pero Tú tranquilo si alguna vez me meto en ella solamente por probar.

¡Líbrame de la mala suerte! Esto es lo que quiero. Y si no me lo concedes pronto, perderé la fe. Amén.»

 

Resulta sorprendente esta «oración», pero ¿no es verdad que nuestro corazón y nuestras obras rezan más este padrenuestro que el Padrenuestro que Jesús nos enseñó?

Y para decirle bien esta oración, y todo lo que le decimos a Dios, nos enseña el salmo 87, 3: «Llegue hasta ti mi súplica; inclina tu oído a mi clamor, Señor.»

Como si nuestras palabras tuviesen que recorrer una distancia, un espacio, y entrar en otro lugar, decimos: Llegue hasta ti mi súplica. Una traducción más literal diría: Que mis palabras entren en tu «conspectu».

Que mis palabras, como ondas sonoras que lanzamos, viajen hasta la divinidad y entren. ¿Dónde? ¿A qué realidad nos referimos con las palabras a tu conspectu? Conspectu es lo que uno mira, lo que entra en el campo visual, la mirada, la presencia; también la asamblea o reunión. El conspectu de Dios es lo que está presente ante él, aquello que él tiene ante su mirada, aquel lugar suyo, que está bajo su exclusiva presencia. Podríamos decir que es el «lugar» dentro del Padre, Hijo y Espíritu Santo, como la mesa alrededor de la que se reúnen los tres, la íntima asamblea que constituye la Trinidad. El conspectu de Dios es la íntima reunión divina, la intimidad de Dios.

Y le pedimos que allí adentro entre mi oración. Que mis palabras, Señor, entren en lo más adentro de ti, en lo más íntimo tuyo. No sólo le pedimos que llegue hasta él nuestra oración, sino que entre, que se introduzca en la explanada de su intimidad, que ingrese en lo más hondo suyo.

Así nos enseña a rezar Dios: que mis palabras penetren en lo más hondo de Dios. Es sorprendente el cometido de las palabras que pronunciamos interiormente, y su poder. No da igual lo que diga a Dios.

¡Qué importantes son las palabras que digo cuando rezo! ¡Entran en la explanada del interior de Dios! ¡Y pensar que a veces las decimos de cualquier manera! Por eso, sé que él me escucha cada vez que le dirijo una palabra. En ocasiones bastará con decirle: «Eso, Señor», y será suficiente porque ya sabemos los dos de qué se trata.

¡Ojalá diga con respeto cada frase del Padrenuestro! Que mi oración entre en tu intimidad, Señor. Es bien distinta nuestra oración al hecho de echar una quiniela: ¡a ver si toca! No es así la oración. No se trata de probar suerte a ver si llega y hay fortuna. «No sabemos pedir lo que nos conviene», nos dice Dios. Mi oración le llega siempre, siempre entra en lo más íntimo suyo. Otra cosa es que aquello que a mí puede parecerme lo mejor, realmente lo sea.

Rezaré el Padrenuestro atento a las siete peticiones, Padre, y con respeto: cada una de mis palabras entra en ti. Te pido que me enseñes a desear lo que nos has enseñado a pedirte. Sé que todo lo que te digo se introduce en tu intimidad. Enséñame que rezar es hablarte, no hacer ruido con la boca.

Puedes repasar ahora ese padrenuestro adulterado con el que ha comenzado el texto de hoy, y comentar con Él cuáles de esas siete peticiones sueles hacer tú. Si quieres, después, rézale bien, sabiendo que cada palabra «entra» en Dios, un Padrenuestro.

02-05

Santa Águeda o Ágata (Gadea en castellano antiguo), Virgen y Mártir. Siglo III.

Siciliana joven y bella, de distinguida familia. Su rechazo al Senador Quintinianus le supuso un martirio constante hasta su muerte. Se le atribuye la salvación de Catania de la lava del Etna. Es patrona de Sicilia y protectora de las mujeres.

Marcelino pan y vino

¡Qué gran cuento! El primer día que sube Marcelino a hablar con el Cristo lo hace porque le han dado carne para comer y quiere ofrecerle un poco. Tras una breve espera, por fin Cristo mueve la cabeza, baja de la cruz, se acerca a la mesa y rompe el silencio:

«—¿No te da miedo?

»Pero Marcelino estaba pensando en otra cosa y, a su vez, dijo al Señor:

»—¡Tendrías frío la otra noche, la de la tormenta! —El Señor sonrió y preguntó de nuevo:

»—¿Es que no te doy miedo ninguno?

»—¡No! —repuso el chico, mirándole tranquilamente.

»—¿Sabes, pues, quién Soy? —interrogó el Señor.

»—¡Sí! —repuso Marcelino— ¡Eres Dios!»El Señor sentose entonces a la mesa y comenzó a comer la carne y el pan, después de partirlo de aquella manera que sólo Él sabe hacer. Marcelino, familiarmente, le puso entonces su mano sobre el hombro desnudo.

»—¿Tienes hambre? —preguntó.

»—¡Mucha! —repuso el Señor.

»Cuando Jesús terminó la carne y el pan, miró a Marcelino y le dijo:

»—Eres un buen niño y Yo te doy las gracias.

»Marcelino repuso vivamente:

»—Igual hago con Mochito [el gato] y con otros. Pero estaba pensando en otra cosa como antes y preguntó de nuevo:

»—Oye, tienes mucha sangre por la cara y en las manos y en los pies. ¿No te duelen tus heridas?

»El Señor volvió a sonreír. Y preguntó suavemente, poniéndole Él, a su vez, la mano sobre la cabeza:

»—¿Tú sabes quiénes me hicieron estas heridas?

»Marcelino parpadeó y repuso:

»—Sí. Te las hicieron los hombres malos.

»El Señor inclinó su cabeza y entonces Marcelino aprovechó la ocasión y, muy suavemente, le quitó la corona de espinas y la dejó sobre la mesa. El Señor le dejaba hacer, mirándole con un amor que Marcelino jamás había visto reflejado en mirada alguna. Y, repentinamente, Marcelino habló, señalándole a las heridas:

»—¿No te las podría curar yo? Hay un agua que pica que se da por encima y a mí se me curan todas.

»Jesús movió la cabeza.

»—Sí puedes; pero sólo siendo muy bueno.

»—Eso ya lo soy —dijo Marcelino, con presteza. Y, sin querer, pasaba sus dedos por las heridas del Señor y se manchaba un poco de sangre.

»—Oye —dijo el niño—: ¿y si yo te quitara los clavos de la cruz?

»—No podría sostenerme en ella —dijo entonces el Señor.

»Y entonces le preguntó a Marcelino si sabía bien su historia, y Marcelino le dijo que sí, pero que quería oírsela a Él mismo para saber si era verdad. Y Jesús le contó su historia.

»Al día siguiente fue de nuevo, y pronto le dijo Jesús:

»—Ayer te conté mi historia y tú aún no me has contado la tuya.

»Marcelino abrió mucho los ojos y miró al Señor con sorpresa.

»—Mi historia —dijo el niño— dura muy poco.

»Y se la contó».

No estaría mal que aprendiésemos del chaval del cuento que sólo poniéndonos en el lugar de Dios podremos relacionarnos con él y empezar a amarle. Marcelino empieza por ofrecerle lo que puede necesitar: dando a Cristo descubre a Cristo, y empieza una amistad. Quizá a muchos cristianos nos cuesta descubrir a Cristo porque no le damos, porque no nos ponemos en su lugar y no le ofrecemos lo que él necesita. Para descubrirle hay que empezar por darle y seguirle.

¿Qué necesitas de mí, Señor? ¿Cómo puedo quitarte la corona de espinas y los clavos? Tuyo soy, para ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí? ¿En qué puedo ayudarte? Cuéntame tu historia de nuevo, y yo te contaré la mía.

Y ahora sigue tú hablándole. Ésta es la parte más importante: cuéntale tu historia, ofrécele lo que tienes, y escucha lo que quiera decirte.

02-04

San Andrés Corsini, Obispo y Confesor. Siglo XIV.

De Florencia, de la noble familia de los Corsini. Conflictivo en su juventud, sintió posteriormente un llamamiento hacia la paz de la Orden de los Carmelitas. Dirigió la diócesis durante 24 años.

Sólo aguantaron los rascacielos 

En el año 1989 hubo un fuerte terremoto en San Francisco y, ¡sorprendente!, las casas que más aguantaron no fueron las más bajas, sino los rascacielos, porque estaban preparados para los terremotos. Sin embargo las casas más antiguas, de poca altura, se vinieron abajo todas.

Cuando construimos nuestra vida vale la pena construir bien. Jesús nos lo dice con una parábola: dos hombres construyeron su casa, uno sobre arena y otro sobre roca. Cuando vinieron las tempestades y las tormentas, el primero vio cómo todo lo que había hecho hasta ese momento con gran esfuerzo y sudor se le venía abajo porque había construido sobre arena, sobre un fundamento frágil. Al segundo, que le costó el mismo trabajo que al primero la construcción de la casa, vio cómo sus esfuerzos eran compensados. Su casa aguantó. Quizá fuese menos bonita, pero era resistente (Mateo 7, 24-27).

No es tontería ni parábola para ancianos. Nos afecta a todos. Hace poco un chaval me decía que estaba enfadado con Dios porque se había roto el brazo, tendría que llevar la escayola por un mes y se perdía varios partidos de liga. Otro me decía que su madre llevaba varios días indignada y de mal humor en casa porque en el trabajo habían ascendido a un compañero que había llegado más tarde que ella. Y mil «enfados» más que podríamos contar. Pero no me refiero a una reacción mala, sino a enfados que se asientan en el interior, bajones prolongados, temporadas de «todo esto y la vida en general es una porquería». Compara la reacción de estas personas con esta otra: en uno de los lugares que tienen las monjas de la madre Teresa de Calcuta intimé bastante con un chico joven que se moría de sida. Sonreía continuamente… estaba feliz: su vida había sido un desastre, pero se sabía querido por Dios, se sabía hijo de Dios… Parece asombroso pero, entre intensos dolores y una vida llena de errores, a ninguno de los que estábamos con él nos cabía duda de que era muy feliz.

Construir sobre arena es fácil y cómodo, pero a la larga resulta incómodo porque lo que construimos no aguanta nada… y nos invaden los enfados. Construir sobre roca cuesta pero compensa. Hacer un edificio alto a prueba de terremotos es algo costoso que exige tiempo, dinero y expertos. Levantar un rascacielos de mala calidad es una estupidez y además peligroso. Vivir sin una base firme sin saber qué soy, de dónde vengo ni adónde voy, es algo un poco triste que genera insatisfacción, inseguridades y preocupaciones. Cuanto más alto me levante, si es sobre arena, más espectacular y dolorosa será la caída.

¿Por qué hago yo las cosas? ¿Qué busco? ¿Tengo objetivos para demostrarme y demostrar a los demás de lo que soy capaz, o porque la vida me la ha dado el Padre para que dé fruto en servicio de los demás…? ¿me muevo por lo más fácil, por el quedar bien, por estar «a gusto»…, o me muevo por lo mejor, para servir, para darme a los demás? ¿Busco la gloria de Dios o la mía? ¿Mi fuerza es mi voluntad, o mi fuerza es el Señor?

Jesús nos lo dice bien claro: hay que construir sobre algo sólido. Esa base firme y con capacidad de aguante es ésta: ¡Soy hijo de Dios!, ¡mi Padre es Dios! No se trata de saberlo, sino de que sea el cimiento: que el ladrillo que hoy ponga lo ponga sobre esta verdad, que lo haga con la confianza del hijo, que me sepa cuidado por él, que la preocupación que tengo la haga desaparecer al hablar el asunto con mi Padre, que confíe más en lo que mi Padre vaya a hacer que en lo que yo haga, que busque su bien, que trate de vivir con su estilo…

¿Sobre qué estoy edificando mi vida?: ¿sobre la vanidad de ser el mejor?, ¿sobre el placer… del tipo que sea…?, ¿sobre el poder?, ¿sobre el triunfo a toda costa?, ¿sobre el quedar bien? Eso es construir sobre arena. Señor quiero partir de esto: yo soy tu hijo. El porqué de lo que hago quiero que sea éste: hago esto porque Tú, Dios mío, eres mi Padre.

Y ahora sigue tú hablándole con tus palabras. Después termina con la oración final.