01-24

San Francisco de Sales, Obispo y Doctor de la Iglesia. 1567-1621.

Hizo volver a la comunión católica a muchos hermanos con sus escritos. Fundó, junto con santa Juana de Chantal, la Orden de la Visitación. Patrón de los periodistas.

Un escáner por mi interior

Encontré este peculiar escáner en un colegio. Podemos adaptarlo a la edad de cada uno. Lo copio:

UN ESCÁNER POR MI INTERIOR

(Este escáner puede dar distintos resultados: SÍ, NO, A MEDIAS

y en cualquiera de los casos tiene un PORQUÉ que lo puedes descubrir. ¡Descúbrelo!)

CORAZÓN:

*Estoy contenta en casa.

*Ya no me conformo con que mis padres me quieran. Procuro ahora hacerles más felices.

*Quiero bastante a mis hermanos. Les ayudo en sus cosas y hablo con frecuencia con ellos.

*No dejo que mi madre me haga la cama. Me la hago yo.

*Sonrío siempre y reparto en casa bastantes besos en cuanto hay ocasión.

*Me esfuerzo por comprender a mis padres: no tienen mi edad.

*Me hace ilusión ayudar en las cosas de las casa; me cuesta bastante, pero lo hago.

*Hay bastantes amigas a las que quiero mucho.

*A las otras las conozco menos pero no las trato mal; me parece que no hay nadie que sufra por mi culpa.

*Conscientemente procuro que nadie lo pase mal por mí.

*Aunque a veces me apetece, procuro no decir nada malo de nadie.

*Una de las razones que más me empuja a rezar son mis amigas y mi familia.

*Me importan los problemas de la gente cercana tanto —o casi— como los míos.

*La verdad es que no busco que la gente me quiera. Busco querer… y si me quieren, pues mejor.

*Querer es una cosa, enrollarse otra. Eso lo tengo bien claro.

*A Dios sí que le quiero, pero me doy cuenta que no lo suficiente. Por eso procuro hablar todos los días con él.

*Para mí, lo más importante de un domingo es la Misa y la Comunión; después hago otras cosas.

*A la Virgen le hablo de todo y le pido todo: es mi madre.

*Me duele hacer cosas mal. Sé que Dios lo sufre más que yo. Por eso le pido perdón enseguida y si es más gordo, me confieso.

CABEZA (OLLA):

*Procuro no pensar mucho en mí.

*Hay gente que también tiene razón aunque no piensen como yo, y les respeto.

*Procuro no intentar imponerme, ni que los demás estén pendientes de mí.

*Reconozco mis defectos, aunque me cuesta.

*A veces me vienen pensamientos de envidia y comparaciones, pero paso…

*Muchas veces no quedo bien, pero prefiero decir la verdad: siempre la verdad.

*Sobre todo me digo la verdad a mí misma y a Dios en la confesión. Es mejor no liarse.

CUERPO:

*Creo que consigo dominar mi cuerpo habitualmente.

*Aunque a veces me dice que no, consigo sacarme diariamente mis horas de estudio.

*Y como me cuesta, lo suelo ofrecer a Dios por las cosas que me parecen más importantes.

*No me dejo llevar por los caprichos. Hay cosas más importantes.

*Me canso ayudando en casa, como cosas que no me gustan.

*No me gasto demasiado dinero.

*Me levanto puntualmente de la cama.

*No me quejo del frío, del calor o de la falta de pasta.

¿Qué te parece, Señor? ¿Qué parte de mi corazón, cabeza o cuerpo quieres que sane? ¿Qué te hace ilusión que cambie? Cuento contigo; o mejor, tú me curas y cuentas conmigo. Gracias.

01-23

San Ildefonso, Obispo. Siglo VII.

En la ciudad de Toledo fue monje y rector de su cenobio, y después elegido obispo. Escribió un Tratado sobre la Virginidad de María y era conocido como «Capellán de María».

¿Me iluminas?: no veo nada

Eduardo Ortiz de Landázuri fue un médico granadino que se trasladó a Pamplona, con su mujer y sus muchos hijos, a trabajar en los inicios de una Clínica, la de la Universidad de Navarra. Hace unos años empezó su proceso de beatificación. Antes de morir recibió esta carta:

Amigo Eduardo Ortiz:

Le llamo amigo aunque no nos conocemos. No tengo fe, aunque dice el cura que tengo la esperanza de tenerla. No tengo caridad, y me gustaría haberla tenido.

Le escribí diciendo que no nos conocemos porque sólo nos hemos visto una vez: soy uno de 500.000 enfermos que usted que ha visitado.

Me llamo Antonio Fernández. Era funcionario de una ciudad pequeña. Ahora no soy nada, un jubilado por el cáncer que, como usted, espera la muerte: en mi caso con miedo.

Entre los dos hay grandes diferencias: usted es «religioso y apocalíptico», yo «político e irreligioso»; usted habla de la muerte sin tristeza, yo, con miedo; usted dice que ha intentado pasar por la vida intentando hacer el bien, yo he intentado pasar por la vida olvidando que se puede hacer el bien; usted cree en el cielo, ahora a mí me gustaría creer. Antes consideré que no era cuestión mía.

¿Por qué le escribí esta carta? Una hermana mía monja, que vive en Pamplona, me mandó el diario y pude leer su «mensaje a los que mueren». Después de leerlo, pensando en su cáncer y en el mío (en esto nos parecemos) me entró un deseo grande de ir al cielo, en el que no creo.

Me he confesado. Hacía unos 20 años que no lo hacía. La última vez, después de la visita del doctor Eduardo Ortiz. Entre las medicinas que me recetó estaba el que me confesara. Como enfermo y miedoso lo hice; pero me puse bueno y me olvidé de todo.

Hace una semana después de darle vuelta a su mensaje, llamé al cura. Me ha dicho que estoy perdonado. Yo le he dicho que me arrepiento para siempre (posiblemente porque no volveré a estar bueno). ¿Qué me pasa que ya no puedo escribir a mano y muy mal a máquina? También le he dicho que no tengo fe, ni creo en el cielo. Y el cura me dice que tenga paciencia y que rece a un sacerdote que fue amigo del Doctor Eduardo Ortiz.

Usted tiene 73 años, yo 37. La edad no importa: a los dos nos queda muy poco para ir al otro mundo: a usted se lo han dicho con «claridad y caridad», y a mí de un «modo confuso y sin caridad».

Le escribo esta carta porque me parece que con ella hago el «primer bien de mi vida a un amigo». Si yo recibiese de un enfermo me alegraría al saber que realmente a alguien he hecho bien…, seguramente porque yo no soy como usted; soy vanidoso.

Doctor, si el cielo existe y usted va al cielo no deje que yo no vaya aunque, aún entonces, no crea.

Gracias, Doctor, por su mensaje.

La carta estaba firmada por Antonio Fernández. Cuando el Doctor Eduardo Ortiz quiso ponerse en contacto con él, ya había fallecido.

Que los que me tratan, Señor, también sean tocados por ti.

La carta tiene muchas ideas: puedes repasarlas y comentarlas ahora con Dios.

01-22

San Vicente, Diácono y Mártir. Siglo III-IV.

Diácono de Zaragoza, durante la persecución del emperador Diocleciano lo apresaron y condujeron a Valencia donde sufrió cárcel, hambre, potro, láminas candentes, hasta que murió ahogado (año 304)

De la rehabilitación no nos libra nadie

Así explicaba un profesor de religión el pecado y sus secuelas. «Hace unos años, varios alumnos fueron a esquiar. Practicaban saltos. Uno de ellos, haciendo un tipo de salto que llamaban “rascaespaldas” cayó fatal y se rompió una pierna. Se trataba de una fractura complicada y hubo que operarle. Tuvieron que ponerle unos clavos que le fijasen el hueso. Le escayolaron dos meses. Cuando se la quitaron, no había terminado todo. Necesitó todavía mucho más tiempo de rehabilitación: los músculos se le habían atrofiado y no podía andar bien.

»Algo semejante ocurre en el alma. El pecado grave es como una fractura en la propia vida: el alma rompe su relación con Dios. Hay que volver a “pegarla”, como los huesos. Eso es fácil haciendo una buena confesión. Pero el pecado nos ha hecho más débiles, por lo que ahora tenemos más facilidad para que el hueso se nos rompa por el mismo sitio; una vez hemos mentido, o robado, o criticado, o… lo que sea, tenemos cierta facilidad para volver a rompernos por el mismo sitio, y así adquirir el vicio. Entonces ocurre como con la pierna fracturada: que algunos músculos quedan atrofiados por la falta de uso. No basta con confesarse y arrepentirse; luego hay que “rehabilitarse”, ejercitarse en las obras buenas poco a poco. Ése es el sentido de la penitencia que impone el sacerdote en la confesión.»

¿Qué dicen tantos fumadores que quieren dejar de fumar? Que no pueden, que están «enganchados”. La costumbre crea un hábito. También hay personas que dicen que les gustaría ser trabajadoras, generosas, humildes, sinceras… pero que no pueden: «están enganchados» a la pereza, a la soberbia, a la mentira, a la impureza… Hay que ejercitarse. Hay que hacer una «rehabilitación» en el alma. A este entrenamiento se le llama ascética.

Señor, gracias por tu perdón. Que no me falten paciencia y constancia en la lucha para rehabilitarme.

Puedes hablar con él de las fracturas que han hecho vicio en ti. Habla con él de la rehabilitación que estás haciendo, o pregúntale cómo la podrías hacer.

01-21

Santa Inés, Mártir. Siglo IV.

Con 12 años fue condenada por ser cristiana a una casa de mala vida, pero el único hombre que se atrevió a acercarse a ella cayó muerto a sus pies. Murió decapitada.

¿Asking for trouble?

Un sacerdote joven, con mucha simpatía y gancho, tuvo una circunstancia que podía ser incómoda. Andando por la calle ve que un chaval sale de su grupo de amigos, se pone varios metros delante de él, se arrodilla, pone los brazos en cruz y empieza a gritar de manera afectada y ridícula: «Padre, perdóneme los pecados. ¡Padre, el perdón!» Sus amigos, divertidos, estaban asombrados de la cara dura de su amigo. «No te preocupes —dijo el sacerdote en voz alta, mirándole a la cara y con tono comprensivo—; no te preocupes, que ser imbécil no es pecado.» El volumen de las risas aumentó.

Siempre ha sido así. A san Pedro le interrumpieron su predicación preguntándole si, a pesar de ser por la mañana, ya estaba bebido (Hechos 2, 13). Y al Señor le preguntaban los judíos, después de taparle los ojos: «Si eres Dios, adivina quién te ha pegado», mientras seguían golpeándole (Lucas 22, 64).

Es lógico: no pueden entender que exista ese mundo en el que nosotros creemos, y que las cosas sean como nosotros hemos aprendido de Cristo. Por eso toda nuestra vida les parece ridícula… y algunos, envalentonados, hacen bromas y ridiculizan. Otras veces son cristianos también pero que no han descubierto todavía la radicalidad de seguir a Cristo.

San Agustín escribe en sus Confesiones: «… cuando comencé a dar esos pasos que me acercaron a Cristo, mis parientes, vecinos y amigos comenzaron a bullir. Los que aman demasiado el mundo, se me pusieron enfrente. ¿Te has vuelto loco? ¡Qué exagerado eres! ¿Es que los demás no somos cristianos? Eso es una locura. Y cosas así me decían para que no me acercara más a Cristo.»

El Señor nos lo advirtió en muchas ocasiones: «Mirad que os envío como ovejas en medio de lobos… os entregarán a los tribunales y os azotarán en sus sinagogas, por mi causa seréis conducidos ante gobernadores y reyes, para dar testimonio ante ellos y los gentiles… El hermano entregará a su hermano a la muerte, y el padre a su hijo; y se levantarán los hijos contra los padres para hacerlos morir. Seréis odiados por todos a causa de mi nombre, pero quien persevere hasta el fin, ése se salvará.» Y continuaba con un consuelo y con una tremenda advertencia. El consuelo: «En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. Por tanto, no temáis. Vosotros valéis más que muchos pajarillos.» La advertencia: «A todo el que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos» (Mateo 10, 16-36).

Señor, que no me importe que no me entiendan, que me persigan o que me ridiculicen. Que siga hacia delante. Que no les juzgue: es verdad que no es pecado la «imbecilidad» de algunos… porque no han podido descubrir más. Que perseveremos hasta el final aunque suframos rechazo, incomprensión u odio… incluso de los más cercanos. Que no olvide que «no es el discípulo mayor que su maestro» (v. 24).

Puedes comentarle incomprensiones que hayas sufrido o estés sufriendo, y pedirle que aumente tu confianza en Él.

01-20

San Sebastian, Mártir. Siglo IV.

Soldado romano. Al descubrir su condición de cristiano lo atan y le disparan flechas, dándolo por muerto. Sobrevive y se presenta al emperador, que lo condena a morir azotado.

La serpiente que hacia estiramientos

Unos amigos amantes de la naturaleza notaron que la boa constrictor que tenían en casa (hasta ahí llegaba su amor por los animales) no comía. Y no sólo eso, sino que además hacía estiramientos, como si pretendiera aumentar su tamaño. Pasó una semana, dos, y los dueños de la serpiente comenzaron a preocuparse seriamente por ella. Así que la llevaron al veterinario. Éste, tras examinarla y oír lo que le ocurría, les dijo que la boa había fijado su próxima víctima en uno de los dos (era un matrimonio) y que al ver lo grandes que eran había dejado de comer para tener el hambre suficiente para poder comérselo entero y que, de hecho, los «estiramientos» que estaba haciendo el bicho no eran más que intentos para darse de sí con el fin de digerirlos sin dificultad. El final de la pobre serpiente fue inevitable: tuvo que ser sacrificada. El mismo día, nada más volver del veterinario. Sin más.

A veces nos damos cuenta de que «algo falla». Son esas situaciones en las que nos decimos «Lo veo venir». Cuando notemos que nos estamos concediendo un respiro en algo que no deberíamos, que nos estamos metiendo en un lío, que tal asunto me está dominando, que algo me huele mal, que por aquí las cosas no van como yo esperaba, que las tentaciones arrecian, que me tengo que esconder para hacer algo, que me daría vergüenza que se supiese dónde me estoy metiendo, que me como la cabeza con que algo no puede seguir así… lo mejor es cortar por lo sano. Es decir, luchar más fieramente. Dar un golpe en la mesa. Si no actuamos así, es posible que nos despertemos una noche con la boa constrictor estrujándonos el cuello. Y entonces diremos: «Me lo veía venir.»

¡No! No hay que dejar que el pecado entre en nuestra casa, que pase dentro de los muros de nuestra fortaleza. Tenemos que plantarle cara lejos, en el campo de batalla. Porque, ¿qué se puede hacer ya cuando el inofensivo caballito de las tentaciones no combatidas se ha asentado cómodamente en nuestra Troya? Nada.

Evitar el mal exige decisión, contundencia, ser capaces de cortar por lo sano, saber dar un golpe seco, decir «no» sin miramientos.

¡Cómo me cuesta, Dios mío, ser fuerte y cortar! Tú nos lo dijiste: más vale entrar con un ojo en el reino de los Cielos que conservar los dos ojos y con dos ojos ser arrojado al fuego eterno (Mc 9, 47). ¿Hay algo que quieres que corte ahora? ¿«Me veo venir» algo en mi situación actual? ¡Buff! esto no es fácil de contestar. En este rato contigo dime lo que quieras, y dame tu fuerza para decidir lo que tenga que decidir.

Háblalo con él. Déjale tiempo para que te haga ver

01-19

San Mario, Obispo. 530-594.

En el 587 tomó parte activa en el concilio de Macon. Como había luchas políticas e inseguridad social, para mayor seguridad, lo trasladaron a Aventicum como obispo donde murió.

¿Hay alguien en casa?

Me contaban de un pintor de cierta fama que tenía muchos cuadros amontonados en su estudio. Un amigo suyo, curioseando entre aquellos lienzos de los que casi renegaba su autor, descubrió un cuadro extraño. Representaba una casa con muchas ventanas, todas ellas cerradas a pesar de ser de día, y una puerta también cerrada. Su estilo era próximo al cubismo, una forma de pintar en la que el artista expone al mismo tiempo y en un mismo plano distintas perspectivas del mismo objeto. En el cuadro se ve la puerta por fuera, desde la calle, que está completamente limpia, no tiene manilla para abrir, ni adorno alguno; solo por dentro tiene colocado un picaporte. Junto a la puerta había un hombre llamando…

Su amigo le preguntó qué representaba aquel cuadro. El autor tuvo una reacción extraña: al mirar el cuadro su rostro se ensombreció como si una nube le hubiese cubierto repentinamente; con gesto y tono apagado, como quien en un golpe visual contempla algo trágico, contestó: «Ésa es mi vida». Le explicó que en el momento de pintarlo era consciente de que Dios le estaba llamando, pero él no había querido abrirle la puerta, no había permitido a Jesús que entrase.

La vida del hombre es algo muy grande. Dios, el mismo Dios, está interesado en la vida de cada uno. No somos objetos insignificantes, ni seres arrojados al mundo por una potencia indiferente, ni hijos exclusivos de un proceso biológico… Somos alguien a quien Dios dice «tú». Dice la Escritura: «He aquí que estoy a tu puerta llamándote…» Es sorprendente, y necesitamos tiempo y ayuda de Dios para caer en la cuenta de lo que esto significa. Es grandioso. Lope de Vega lo expresaba maravillosamente en una de sus poesías con esta pregunta que dirigía a Dios: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?»

Ser llamados por Dios, tuteados por él, entrelazar nuestra vida con la suya… es la razón de que vivamos. Vivir así es verdadera vida, y no abrirle, no escuchar sus llamadas, vivir en soledad es vida mentirosa, vida falsa… o verdadera muerte. Ojalá escuchemos el fuerte grito que nos lanza: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mateo 25, 34).

Ojalá cada día seamos capaces de oír cómo llama Dios a nuestra puerta, le digamos que sí, le abramos, le escuchemos, y pueda contar con nosotros y nosotros con él. Y si alguna vez nos hacemos los sordos, o realmente lo estamos —porque no escuchamos ninguna de sus llamadas—, vayamos a él con humildad y pidámosle que nos haga una limpieza de oídos, que nos limpie el corazón.

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta, cubierto de rocío,

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí!; ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

«Alma, asómate ahora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana:

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!

Puedes continuar hablándole con tus palabras: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Tuyo soy, para ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí? Y dime, Señor, ¿qué tengo yo que mi amistad procuras? Pregúntale si te encuentra duro de oído. No te importe repetirle varias veces que deseas escucharle durante el día, y que te haga saber cómo hacerlo.

01-18

Santa Prisca o Priscila, Mártir. Siglo I.

Nace en Roma y con 13 años es encarcelada por su religión. Tras torturarla muere decapitada. Sus restos se conservan en la iglesia que lleva su nombre en Roma.

El arte de volar con aviones de papel

Una de las escenas más crueles del libro El Principito es cuando el protagonista que narra la historia está arreglando su avión, que le ha dejado tirado en mitad del desierto. Es entonces cuando aparece el pequeño príncipe y se ríe de él por necesitar esa chatarra para volar. Dice así:

«Me costó mucho tiempo comprender de dónde venía. El principito, que me hacía muchas preguntas, jamás parecía oír las mías. Fueron palabras pronunciadas al azar, las que poco a poco me revelaron todo. Así, cuando distinguió por vez primera mi avión (no dibujaré mi avión, por tratarse de un dibujo demasiado complicado para mí) me preguntó:

»—¿Qué cosa es esa?

»—Eso no es una cosa. Eso vuela. Es un avión, mi avión.

»Me sentía orgulloso al decirle que volaba. Él entonces gritó:

»—¡Cómo! ¿Has caído del cielo?

»—Sí —le dije modestamente.

»—¡Ah, qué curioso!

»Y el principito lanzó una graciosa carcajada que me irritó mucho. Me gusta que mis desgracias se tomen en serio. Y añadió:

»—Entonces ¿tú también vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?

»Divisé una luz en el misterio de su presencia y le pregunté bruscamente:

»—¿Tú vienes, pues, de otro planeta?

»Pero no me respondió; movía lentamente la cabeza mirando detenidamente mi avión.

»—Es cierto, que, encima de eso, no puedes venir de muy lejos…».

A veces pensamos que para hacer bien la oración y tener una relación propia con Dios son necesarias muchas palabras y fórmulas solemnes o complejas. A la hora de la verdad nos fallan y, sin quererlo nosotros, nos abandonan en mitad de un desierto. Parece que no sabemos decirle nada, ni qué hacer para quererle o sentir o lo que sea necesario hacer para estar a gusto delante de él.

Como contrapunto, están los niños que sin esfuerzo, sin necesidad de cacharros ni de nada, son capaces de ascender con sencillez y sinceridad a alturas insospechadas en su relación con Dios. Al ver todos nuestros esfuerzos no dejan de preguntarnos: «¿De verdad que has venido volando en eso? ¿De verdad que hace falta tanta palabrería y esfuerzo para hablar con Alguien que es tu Padre?»

Nos has pedido que seamos como niños, Jesús, y he de reconocer que de tanto hacerme el mayor… he perdido la facilidad de ser niño. ¿Podrías ayudarme a dejar de ser —en lo que se refiere a mi alma— un pavo adolescente?

Háblale con sencillez, como quieras, con tus palabras… «Incorrectamente» si quieres: no te preocupes. Desahógate, sé cercano con él… ¡Y dale gracias por poder hacer oración!

01-17

San Antonio, Abad. 250-356.

Vivió en el desierto austeramente. Confortó a los cristianos durante la persecución de Diocleciano y apoyó a S. Atanasio contra los arrianos. Se le conoce como “el padre de los monjes”.

Confesiones descuidadas

Cuenta Leo J. Trese que un obrero se encontró un billete de mil dólares. Como en Estados Unidos los billetes son del mismo tamaño tengan el valor que tengan, no le llamó mucho la atención. Aquel papelito no le impresionó demasiado. Se lo guardó en un bolsillo y varios días más tarde, por casualidad, pasó delante de un Banco y entró a preguntar cuánto valía. Casi se desmaya cuando se lo dijeron, pues la suma equivalía a tres meses de su sueldo…

No es raro encontrarse con gente que no sabe lo que tiene; puede ser un cuadro de un pintor famoso, un objeto antiguo, unas monedas raras, unos sellos valiosísimos… Cuando nos enteramos, solemos sentir una especie de envidia. No se nos ocurre pensar que nosotros también tenemos un tesoro que quizá no apreciamos: el Sacramento de la Penitencia.

Algunos no saben que en ella Dios nos perdona no sólo los pecados graves, sino también los leves y las faltas de amor; que aumenta la gracia y que, al tener mayor vida de Dios en nosotros, somos más capaces de hacer el bien y de vencer al mal…

Sin embargo, a lo mejor nos parece que no nos aprovecha demasiado, que no nos hace mejores, que nos acusamos una y otra vez de los mismos pecados… Nunca es inútil pedir perdón a Dios, pero sí es posible que cuidemos poco las confesiones. 

Fíjate con qué cariño habla de la confesión Teresa de Calcuta:

«El otro día un periodista me planteó una extraña pregunta:

»—Pero ¿también usted tiene que confesarse?

»Le contesté:

»—Desde luego. Me confieso todas las semanas.

ȃl dijo:

»—De verdad que Dios tiene que ser muy exigente si todos os tenéis que confesar.

»Yo le razoné:

»—Su hijo comete a veces alguna equivocación, hace alguna pequeña trastada. ¿Qué ocurre cuando acude a usted y le dice: “Lo siento, papá”? ¿Qué hace usted en esos casos? Usted pone la mano en su cabeza y le da un beso. ¿Por qué? Porque es su manera de decirle que lo ama. Dios hace lo mismo. Dios nos ama con ternura.

»Aun cuando cometemos alguna equivocación, aprovechémonos de ella para acercarnos más a Dios. Digámosle con humildad:

»—No he sido capaz de ser mejor. Te ofrezco mis propios fracasos.

»La humildad consiste en eso: tener el coraje de aceptar la humillación».

La Penitencia es un sacramento que Jesús pagó con su vida. Debemos cuidar todo lo que tiene que ver con la confesión. No es bueno confesarse tirando bombas de humo: confesar algo pero tratando de ocultarlo al mismo tiempo, con generalidades para evitar decir el pecado en concreto… pensando más en lo que pueda pensar el sacerdote que en abrir la herida a Dios para que la cure por completo.

¿Hago bien el examen? ¿Pido perdón con dolor? ¿Digo los pecados en concreto, por pequeños que sean? ¿Hago propósito de no volver a cometerlos? ¿Cumplo la penitencia?

Continúa hablándole a Dios con tus palabras. Háblale de tus confesiones: la última, la próxima, si te cuesta o disfrutas, si has caído en la rutina o en distanciarlas demasiado, si vives los cinco pasos o sólo algunos…

01-16

San Marcelo I, Papa. Siglo IV.

30º sucesor de san Pedro. Murió en el destierro por haber sido denunciado falsamente ante el tirano Majencio por algunos que despreciaban la penitencia que les había impuesto.

Te amo… no me pidas nada más ¿vale?

Los verbos son las palabras que empleamos para designar «acción». Los hombres actuamos, y cuando hablamos de nuestro obrar lo hacemos con verbos. «Nadar» indica una acción, «comer» otra, «viajar» otra… Como sabemos, los verbos pueden estar en pasado, presente o futuro, dependiendo de que esas acciones se hayan realizado anteriormente, se estén realizando o estén emplazadas para el futuro.

Cuando hablamos de «amar» es interesante que tengamos esto en cuenta. Amar es un verbo, no un sentimiento. Amar es acción, son obras que se hacen para y por el otro, modos de actuar yo que están originados por la persona a la que amo o quiero amar. Por eso, a la pregunta: «¿Amo a tal persona?», la respuesta he de buscarla, en buena medida, en las acciones que hago por ella, y no en el número de lágrimas que saltan de mis ojos cuando se ausenta…

De la misma manera, si quiero amar más a alguien porque me doy cuenta de que la amo poco, no he de tomar pastillas de enamoramiento, o ponerme más sentimental y nostálgico, sino ver cómo actuar, qué debo hacer por ella, cómo obrar dado que ella existe y ella es como es y merece lo que merece…

Por todo esto, pienso que es oportuno que hoy sigamos con las otras doce formas de amar que completaban la lista de ayer:

— contestar, si te es posible, a todas las cartas (o correos electrónicos).

— entretener a los niños chiquitines. No pensar que con ello pierdes el tiempo.

— animar a los viejos. No engañarles como chiquillos, pero subrayar todo lo positivo que encuentres en ellos.

— recordar las fechas de los santos y cumpleaños de los conocidos y amigos.

— hacer regalos muy pequeños, que demuestran el cariño pero no crean obligación de ser compensados con otro regalo.

— acudir puntualmente a las citas, aunque tengas que esperar tú.

— contarle a la gente las cosas buenas que alguien ha dicho de ellos.

— dar buenas noticias.

— no contradecir por sistema a todos los que hablan con nosotros.

— exponer nuestras razones en las discusiones, pero sin tratar de aplastar.

— mandar con tono suave. No gritar nunca.

— corregir de modo que se note que te duele hacerlo.

María puede ser una buena aliada para sugerirte cómo concretar alguna de estas maneras de entregarte a los que tienes cerca. Repasa la lista con ella. Hoy podemos rezar con las palabras de san Francisco:

Señor, haz de mí un instrumento de tu paz:

que donde hay odio, ponga yo amor;

que donde hay ofensa, ponga yo perdón;

que donde hay error, ponga yo verdad;

que donde hay desesperación, ponga yo esperanza;

que donde hay tinieblas, ponga yo luz;

que donde hay tristeza, ponga yo alegría.

Haz, Señor, que no busque tanto

ser consolado, como consolar;

ser comprendido, como comprender;

ser amado, como amar.

Porque es cuando nos damos, que recibimos;

cuando nos olvidamos, que nos encontramos;

cuando perdonamos, que obtenemos perdón;

y es muriendo, que resucitamos a la vida eterna.

01-15

San Mauro, Abad. 511-583.

Discípulo de san Benito, llegó a ser abad de su orden y fundador de muchos monasterios en Francia. De sus milagros destaca el rescate de un niño que se estaba ahogando, corriendo sobre las aguas.

«Pero si te quiero tanto…»

«Obras son amores y no buenas razones», dice el saber popular. Y es verdad: a veces hablamos tanto del amor, y lo hacemos de un modo tan abstracto que al final, hechos un lío, no sabemos si realmente amamos o no, si somos egoístas o generosos, si es un sentimiento cambiante o realmente quiero a alguien…

Bajo el título Veinticuatro maneras de amar, venía publicado este listado en no sé qué periódico. Hoy copio las doce primeras:

— aprenderse los nombres de la gente que trabaja con nosotros o de los que nos cruzamos en el ascensor y tratarles luego por su nombre.

— estudiar los gustos ajenos y tratar de complacerles.

— pensar, por principio, bien de todo el mundo.

— tener la manía de hacer el bien, sobre todo a los que no se lo merecerían teóricamente.

— sonreír. Sonreír a todas horas. Con ganas o sin ellas.

— multiplicar el saludo, incluso a los semidesconocidos.

— visitar a los enfermos, sobre todo si son crónicos.

— prestar libros aunque te pierdan alguno. Devolverlos tú.

— hacer favores. Y concederlos antes de que terminen de pedírtelos.

— olvidar las ofensas. Y sonreír especialmente a los ofensores.

— aguantar a los pesados. No poner cara de vinagre escuchándolos.

— tratar con antipáticos. Conversar con los sordos sin ponerte nervioso.

Me parece formidable: eso es amar, aunque lo haga sin sentir nada, con dolor de cabeza, quejándome por dentro, sin ganas… Amo si lo que busco con eso es agradarle, servirle, que esté a gusto… Obras son amores, y no buenas razones.

Quizá puedes fijarte en alguna de estas doce, comentarla con el Señor, concretar con él el mejor modo de hacerlo, y practicarla en el día de hoy.

Jesús, tú amaste así: entregándote en cosas concretas, buscando agradar, querer, contentar, hacer la vida agradable… Enséñame a amar… Mientras repaso de nuevo la lista de estas doce cosas, sóplame al oído cosas concretas que puedo hacer… y que no hago porque amo poco. Gracias.

Si quieres, comenta con él cada una de las maneras de amar apuntadas, y dile que deseas vivir ésa, y la otra, y la otra… y que necesitas que él te agrande el corazón y te fortalezca la voluntad para hacerlo.