10-31

San Quintín, Mártir. Siglo III.

Cuando el Papa San Cayo organizó una expedición de misioneros para ir a evangelizar a las Galias, Quintín fue escogido para formar parte de ese grupo. Cuentan las tradiciones que Quintín tenía el don de sanación.

Pringados en miel

Contaban un chiste algo malo y viejo. A varios famosos se les ofrecía el regalo de tirarse a una piscina. El agua que llenaba la piscina se convertiría en lo que ellos quisiesen. No tenían más que decir la palabra en el momento en el que, tras una breve carrera para coger carrerilla, se tiraban a su interior.

El primer famoso corrió y ya en el aire, gritó: ¡cerveza! Y cayó dentro levantando espuma y olas de cerveza; placenteramente se llenaba la boca de su bebida preferida. El segundo repitió la operación, y al grito de «¡Vino de Rioja!», la piscina estaba llena de esa bebida. Así el tercero y el cuarto. Cuando le llegó el turno al torpe —normalmente se cuenta poniendo el nombre de algún político con fama de torpe—, éste empezó la carrerita, se tropezó con un palo que por allí andaba suelto, y gritó: «¡caca!». Enseguida cayó en una piscina llena de excrementos, y chapoteando en aquel líquido asqueroso consiguió llegar hasta la escalerilla.

El chiste es malo. No pretendo arrancar ninguna risa. Pero la imagen sirve. ¿No es verdad que a veces pretendemos vivir la vida que Cristo nos enseñó, amar a los demás, que nuestro corazón sea limpio y puro… y sin embargo chapoteamos demasiado en porquería? Conversaciones sensuales, miradas a publicidad sensual, bromas sensuales, navegar en Internet con algo de curiosidad en páginas con contenido sensual… Así sería difícil que el corazón fuese limpio.

Dice el refrán: Agua que no has de beber, déjala correr. Es mejor dejar correr todas esas cosas, que además son bastante pegajosas. Había un anuncio cómico de una miel. La presentaba alguien que, mientras refería las magníficas cualidades de este alimento, abría un bote, cogía una cucharada y la servía sobre una pequeña tostada. Un poco se caía fuera, sobre el papel. Entonces apoyaba la cuchara en la mesa y trataba de limpiar el papel. Con las manos untadas en miel, cogía de nuevo el micrófono y lo pringaba… Todo se iba poniendo pegajoso, hasta no poder quitarse las cosas de encima: el papel pegado, el micrófono pegado, la corbata que toca la cuchara también se le pringa…

Lo sensual es pegajoso, y al final todo queda manchado. La forma de mirar a los demás, la manera de sentir, nuestros deseos, nuestra imaginación, los recuerdos y fantasías… todo se mancha de miel, todo queda pringado por la sensualidad… ¿Consecuencia? Nos hacemos sensuales, perdemos libertad para poder amar y pensar más y mejor en los demás.

Señor, quiero vivir la castidad, que es vivir libre, con el corazón capaz de amar al cien por cien. Evitaré lo que me pringue. Para una vida que tengo, no quiero perder ni un minuto pensando en mí, volcado sobre el placer egoísta. No quiero robar a los demás lo que pueden recibir de mí: y para eso necesito la cabeza limpia, capaz de ponerme en su lugar y de adivinar lo que puedo ofrecerles.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído, y si chapoteas en la sensualidad. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final.

10-30

San Marcelo, Mártir. Siglo III-IV.

Hispania, Marcelo, centurión romano, arrojó su espada y bastón de centurión ante las tropas en la celebración del cumpleaños del César defendiendo que el era cristiano y sólo podía militar en el ejército de Jesucristo. Marcelo es condenado a la decapitación.

Los «habemos» de todos los colores

Los cristianos no son los hombres ejemplares. Ni mucho menos. El único hombre ejemplar es Cristo. Los cristianos, no.

Entre los cristianos «los habemos» de todos los colores: algunos somos maniáticos, otros ladrones, infieles, viciosos, falsos, vagos, locos, vanidosos, chulos, raros, acomplejados, extravagantes, fantasmas… ¡Pues claro que sí! Y los siete pecados capitales los padecemos: pereza, soberbia, lujuria, ira, gula, envidia, avaricia. Los tenemos todos los cristianos. ¡Qué le vamos a hacer!

Muchos se empeñan en escandalizarse diciendo: «Muy cristiano pero luego mira…; menos rezar y más…; tanta misa para después esto…» Se escandalizan porque quieren, porque ya en el Nuevo Testamento está escrito: «Dios elige lo necio del mundo para confundir a los inteligentes; elige lo débil del mundo para confundir a los fuertes.»

Los cristianos no somos ejemplo en lo que hacemos… pero sí lo somos en el espíritu que respiramos. Todos sabemos que Dios es Padre, y nos gustaría ser mejores hijos suyos —parecernos a nuestro Padre—, y vamos luchando y dejando que Dios nos transforme, poco a poco —son muy lentas estas transformaciones que van curando fibra a fibra el corazón, los hábitos, la afectividad y la voluntad, la inteligencia—. Y nos esforzamos por no cansarnos de nuestros defectos, porque esta transformación es posible, y si la buscamos durante toda la vida, aunque aquí no la conseguiremos nunca completamente, sí sabemos que después de la vida Dios nos la dará en plenitud: allí seremos dioses.

Al mismo tiempo, vamos luchando por adquirir las virtudes capitales, poco a poco, con pasos muy pequeños y concretos: diligencia, humildad, castidad, paciencia, templanza, caridad, generosidad. Cada día, en el examen, concretarnos un detalle pequeño en alguna de estas virtudes, damos así un paso. Y… ¡paso a paso se recorren grandes distancias!

Señor Jesús, que no juzgue a los demás cristianos. Que cuando vea errores en sus vidas, aproveche para pedirte por ellos, para ayudarles con mi comprensión, para animarles a que no se cansen de sus errores y a luchar contra ellos. Gracias, Señor, por elegirme como cristiano, pero que jamás me crea superior a nadie.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído. Pídele no asustarte nunca de encontrar en ti los pecados capitales. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final. 

10-29

San Narciso de Jerusalén, Obispo. Siglo I.

Obispo en el concilio de Cesarea, cuando se unifica con Roma el día de la celebración de la Pascua. El obispo fue acusado por envidia de un crimen. El obispo deja el cargo y se retira a la soledad, pero perdonando a sus envidiosos difamadores.

El vanidoso

«El segundo planeta estaba habitado por un vanidoso:

—¡Ah! ¡Ah! ¡Un admirador viene a visitarme! —gritó el vanidoso al divisar a lo lejos al principito.

Para los vanidosos todos los demás hombres son admiradores.

—¡Buenos días! —dijo el principito—. ¡Qué sombrero tan raro tienes!

—Es para saludar a los que me aclaman —respondió el vanidoso. Desgraciadamente nunca pasa nadie por aquí.

—¿Ah, sí? —preguntó sin comprender el principito.

—Golpea tus manos una contra otra —le aconsejó el vanidoso.

El principito aplaudió y el vanidoso le saludó modestamente levantando el sombrero.

“Esto parece más divertido que la visita al rey”, se dijo para sí el principito, que continuó aplaudiendo mientras el vanidoso volvía a saludarle quitándose el sombrero.

A los cinco minutos el principito se cansó con la monotonía de aquel juego.

—¿Qué hay que hacer para que el sombrero se caiga? —preguntó el principito.

Pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos sólo oyen las alabanzas.

—¿Tú me admiras mucho, verdad? —preguntó el vanidoso al principito.

—¿Qué significa admirar?

—Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello, el mejor vestido, el más rico y el más inteligente del planeta.

—¡Si tú estás solo en tu planeta!

—¡Hazme ese favor, admírame de todas maneras!

—¡Bueno! Te admiro —dijo el principito encogiéndose de hombros—, pero ¿para qué puede interesarte que te admire?

Y el principito se fue.

“Decididamente, las personas grandes son decididamente muy extrañas”, se decía para sus adentros durante el viaje.»

¡Así de ridículo es el vanidoso! Ojalá nos decidamos a no ir buscando por ahí aplausos, reconocimientos, elogios, adulaciones… Hacer las cosas para que nos vean otros, para que hablen bien de nosotros, para destacar, para quedar bien… es vanidad ridícula, es hacer hueca nuestra vida.

La vanidad es uno de los pecados que tienen su cabeza en la soberbia. Contra soberbia, humildad. Es tontería la vanidad pues, como dice la Escritura, «Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia; el Señor ve el corazón» (1S 16, 7).

Líbrame, Jesús mío,

del deseo de ser apreciado,

del deseo de ser alabado,

del deseo de ser honrado,

del deseo de ser ensalzado,

del deseo de ser preferido,

del deseo de ser consultado,

del deseo de ser aprobado,

del deseo de ser aplaudido,

del temor de ser humillado,

del temor de ser despreciado,

del temor de sufrir rechazos,

del temor de ser calumniado,

del temor de ser olvidado,

del temor de ser ofendido,

del temor de hacer el ridículo,

del temor de ser acusado.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole los aspectos en los que eres vanidoso. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final.

10-28

Santos Simón y Judas Tadeo, Apóstoles.

San Judas Tadeo es el patrono de los imposibles. A San Simón y San Judas Tadeo se les celebra juntos porque según una antigua tradición los dos iban siempre juntos predicando por todas partes.

¡Perfecto!

Los futbolistas tienen sus ejercicios físicos en los entrenamientos. Los esquiadores los suyos, como los corredores de atletismo o los conductores de fórmula 1. Los músicos tienen sus preparaciones con cantidad de ejercicios que les dan la agilidad y rapidez necesarias para tocar el instrumento musical adecuadamente. Ser buen futbolista, esquiador, corredor, músico o lo que sea, exige necesariamente someterse a sus entrenamientos.

Ser una persona con personalidad, con carácter, de una pieza… requiere su entrenamiento. Podríamos decir que el lugar donde se capacita es el trabajo —el estudio o la ocupación profesional de cada uno—. El estudio o el trabajo es una tabla de ejercicios fundamental para hacerse. Proporciona un continuo ejercicio de dominio de sí, de sometimiento voluntario, de esfuerzo… que es necesario para forjar una personalidad fuerte y positiva.

Trabajar con la máxima perfección posible es algo muy cristiano. Perfecto viene del latín: factum significa hecho, per es un prefijo que significa hasta el final. Perfecto es terminado, hecho hasta el final. Dejar las cosas a medias, o hechas sin el detalle final es el trabajo del perezoso; lo que solemos llamar una chapuza.

A veces nos sorprendemos de la falta de voluntad que tenemos, no nos obedecemos, como si no nos tomásemos en serio a nosotros mismos. Resulta incómodo proponerse algo y no saber si lo vamos a hacer: no nos fiamos nada de lo que decidimos. Y con razón. Eso no se arregla con pastillas ni con consultas médicas. Normalmente responde a que no trabajamos bien. Si en el trabajo somos caprichosos, hacemos o no según las ganas que tenemos: lo mismo voy a una clase que me la salto, lo mismo hago un trabajo pendiente que lo retraso a mañana porque ahora no me apetece, dejo eso a medias porque así «cuela», porque es suficiente para cubrir el expediente… si somos caprichosos en el trabajo, terminamos haciéndonos caprichosos.

¿Cuál es el problema? Resulta evidente: el caprichoso decide por lo que a él y solamente a él le conviene en el momento; dicho con otras palabras, sus decisiones son egoístas: nada distinto a él mismo entra en consideración.

Dice el evangelio de ti, Jesús, que todo lo hiciste bien (Marcos 7, 37). Quiero ser diligente. Sé que el camino es trabajar, y trabajar bien, hasta el final, terminar las cosas, hacerlas perfectamente —en la medida de mis posibilidades—. Dame cada vez más alergia a la chapuza: que me resulte insoportable lo hecho a medias, sin entregarse. Señor, ¡cómo trabajarías tú! Santa María, enséñame.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole cómo es tu trabajo, y tus últimas chapuzas. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final. 

10-27

Santos Vicente, Sabina y Cristeta (hermanos), Mártires. Siglo III.

Talavera. Vicente, llevado ante los tribunales, no renuncia a su fe y es condenado a muerte. A la espera del fatal desenlace, sus hermanas intentan que se fugue pero son apresados los tres, muertos en el año 304.

Expertos en recorrer pasillos

Hay cosas que se nos venden como negativas, cuando en realidad son inmensamente positivas. Por ejemplo, en un tiempo vendían que perder la posibilidad de tener esclavos era algo negativo, y sin embargo era algo positivo, no sólo para el esclavo sino también para el señor. La cultura transmitía que era mejor tener esclavos que estar privado de ellos: sin embargo, era peor.

Hoy parece que se vende que la espera es algo negativo, que no tiene sentido, y sin embargo es algo enormemente positivo. Saber esperar es bueno. Como cuando uno siembra una simiente: esperar es respetar los tiempos. Quizá hemos hecho siendo niños la actividad de poner una semilla en algodón húmedo dentro de un vaso transparente, y con impaciencia íbamos cada día a ver cuánto había crecido. Sería absurdo, al ver el primer brote, estirar para que creciese con más rapidez: lo único que conseguiríamos es romper aquel ser vivo.

Las cosas necesitan su tiempo, y con estirones no aceleramos su proceso, sino que las rompemos. Es bueno educarnos en la espera. A esto se le llama paciencia.

Esperar cuesta pero, además, ayuda a disfrutar más. Quien se educa en la espera, aprende la virtud de la paciencia. Los regalos del día de los Reyes Magos se podrían adelantar, pero esa espera puede ser un modo de ejercitarse en la espera. En el deporte hay que saber esperar hasta que uno consigue, después de tiempo de práctica, dominar un golpe o un ejercicio. En el estudio las cosas no salen a la primera, y después de muchos problemas en los que nos peleamos por entender, al final entendemos. Todo lo bueno cuesta y, hasta que lo conseguimos, tenemos que esperar.

Si tenemos interés por enterarnos de algo pero respetamos el horario de trabajo o estudio, y después, sólo después, entramos en Internet para enterarnos, hacemos un buen ejercicio de la virtud de la paciencia. Dar tiempo a una persona a madurar o a corregir un defecto, nos ejercita en la paciencia. Conservar la paz cuando convivimos con alguien con un defecto o con otra forma de ser muy distinta a la nuestra, es ejercitarse en la virtud de la paciencia.

Yo soy rápido y el otro es lento: dejar ser lento al lento y rápido al rápido, es justo y requiere paciencia. Yo soy animado y el otro es algo “seta”, requiere paciencia para dejarle ser como es: “seta”.

Recuerdo una enferma a la que visité en la UCI. La ingresaron por un infarto. Cuando entré, me dijo con una paz impresionante: «Aquí estoy, con paciencia, que es la virtud principal; ahora me ha dado esto, y tengo que estar varios días, pues nada: contenta, y a aceptarlo con paciencia.» Sólo puede expresarse y vivir así quien en la vida se ha educado en la paciencia.

Esperar, esperar, esperar. Los pasillos están para ser recorridos antes de llegar al destino. Saber recorrer pasillos en la vida. El pasillo supone andar, cansarse, sin llegar al destino durante un tiempo. Y todo lo bueno en la vida está después de un pasillo. Todo lo bueno cuesta, todo lo bueno exige paciencia, todo lo bueno está precedido de un recorrido.

Señor, ¿soy impaciente?, ¿sé esperar? Los cristianos, ¿cómo vamos a vivir la virtud de la esperanza si no sabemos esperar en las cosas de cada día? Enséñame, Señor, a saber esperar, a saber respetar los tiempos.

Ahora es el momento en el que puedes comentarle si eres paciente, en qué te cuesta más, y las preguntas que han salido. Después, puedes terminar con la oración final. 

10-26

San Evaristo, Papa y Mártir. Siglo I.

V Papa. Recibió educación judía y aprendió en los liceos helénicos. Convertido al cristianismo, viajó a Roma donde destacó por sus conocimientos de la Sagrada Escritura, ser docto en la predicación y humilde en el servicio. Muere mártir hacia el 117.

Quiero transmitir a todo el mundo un mensaje

Terminó una promoción de una institución académica prestigiosa. Una comida de todos los alumnos. Al final, en nombre de todos, uno de ellos se pone de pie para decir un discurso que había preparado. Se trataba, como es habitual, de ser portavoz de los compañeros. Sus palabras fueron de este tenor: Ya podemos entrar en el mundo del trabajo, hemos sido excelentemente preparados, somos la élite de la sociedad, podemos triunfar, en breve tendremos ocasión de acceder al poder, por nuestros puestos de trabajo seremos personas de mucho dinero, vamos a triunfar… somos los mejores, triunfar, dinero, triunfar, éxito, éxito…

Qué contraste con lo que escribía, por ejemplo, Frank Capra, el director de cine de películas como Qué bello es vivir y tantas otras exitosas. Comentaba así lo que pretendía con una de sus películas: «Pero también veía en ella algo más profundo, algo más grande. Oculta en Vive como quieras (es el título de otra de sus películas) había una oportunidad de oro de dramatizar el “ama a tu prójimo” en un drama vivo. Lo que las iglesias de todo el mundo predicaban a apáticas congregaciones, mi lenguaje universal del cine podía transmitir de una forma mucho más entretenida a las audiencias cinematográficas, si podía demostrar en el conflicto teatral que la ley espiritual de Cristo puede ser la fuerza sustentadora más poderosa de la vida de cualquiera.»

El joven del discurso de la comida de despedida parece que lo que busca con su trabajo es el éxito, triunfar, dinero, demostrar su valía, que el trabajo le suba a un gran pódium. El director de cine parece que busca aprovechar su trabajo para influir positivamente en el mundo, para hacer ver que el amor es la fuerza que debe sustentar toda vida, para aportar a los espectadores, para servirles transmitiéndoles de modo comprensible un mensaje que de otro modo podría resultarles lejano o abstracto.

Ahí está la alternativa: estudiar y trabajar mucho y bien… para hacer un yo muy grande, triunfar para demostrar mi valor y ganar mucho dinero; o estudiar y trabajar mucho y bien… para poder servir mejor, hacer un mundo más justo y pacífico, influir en más personas ayudando y que el mensaje de Cristo se implante en el mundo. Es decir: trabajar por avaricia o por generosidad. Los cristianos queremos trabajar siempre por generosidad.

Ayuda ofrecer el día nada más levantarnos. Con tus palabras o con una fórmula de las que nos han transmitido en nuestra familia cristiana.

Oh Señora mía, oh Madre mía, yo me ofrezco enteramente a ti, y en prueba de mi amor de hijo te consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón. En una palabra, todo mi ser. Ya que soy todo vuestro, oh Madre de bondad, guárdame y consérvame como cosa y posesión tuya. Así sea.

Puedes comentar con Él si haces el ofrecimiento de obras al levantarte, y cómo hacer para acordarte o para hacerlo mejor.

10-25

Santos Crispín y Crispiniano, Mártires. Siglo III.

Zapateros de profesión. Hacían zapatos gratis a los pobres y cobraban su trabajo a los ricos. Aprovechaban su trabajo para hablar de Cristo a la gente. Patronos de los zapateros.

¡Espera!

En una zona bastante céntrica de la antigua ciudad de Valencia, entre estrechos callejones se abre una estirada placita que hizo historia. En una de las fachadas, a la altura del primer piso, se encuentra una placa en la que pone «Miracle de Mocadoret», que significa «El milagro del pañuelo». Esto es lo que ocurrió.

En 1385 vivía en la ciudad san Vicente Ferrer, un sacerdote famoso ya entonces por sus predicaciones. Comentaba uno: «el santo era viejo, débil y pálido; pero después de decir la Misa y cuando predicaba parecía joven, en buen estado de salud, ágil y lleno de vida». También tenía fama por los cientos de milagros que hacía. Un día, cuando iba con otros por la calle, en la plaza del mercado, se detuvo y dijo a los que le acompañaban: «Ahora mismo estoy viendo que unos hermanos nuestros piden un socorro inmediato, que morirán si no se les da.» Le preguntaron dónde estaban esas personas. Vicente contestó: «Seguid a mi pañuelo, y donde él entre, entrad.» Lanzó al aire el pañuelo, el viento lo llevó hasta meterlo por la ventana en una buhardilla. Allí, en efecto, se estaba muriendo de hambre una familia, a la que enseguida les llevaron alimentos. Esa casa es la que exhibe la placa.

Pero el milagro que hoy quería traer es otro. Eran tantos los milagros que hacía, que llegó un momento en que el obispo de Valencia le prohibió que hiciera más. Él aceptó: si se lo mandaba el obispo, él quería obedecer. Cuentan que yendo por la calle, muy cerca del lugar donde ocurrió el milagro del pañuelo, pasaba por una obra en construcción y uno de los albañiles se cayó del andamio. Él lo vio, quería ayudarle, pero como tenía prohibido hacer milagros, le gritó: «¡Espera un momento!» El albañil quedó quieto en el aire, y él se fue a toda prisa hasta el Obispo —el Obispado se encuentra a pocos minutos de ese lugar— y le pidió permiso para hacer algo con aquel hombre. El Obispo le dijo que volviese allí e hiciese lo que quisiese. Volvió y ya recogió al albañil dejándole caer al suelo sin problemas. Ese lugar también luce una placa que recuerda el milagro.

Dios no da a todos la facultad de hacer milagros continuamente. Pero sí nos sirve de ejemplo la diligencia, la rapidez y prontitud de san Vicente para hacer todo el bien que le era posible y para obedecer a su superior. Cualquier necesidad de otro le movía a intervenir, a ayudar. Quería hacer el bien siempre e inmediatamente. No conocía la pereza.

Hay unas palabras en el evangelio que tratan de describir la vida de Jesús: «pasó haciendo el bien» (Marcos 7, 37). Los cristianos somos así. Pasamos por todos los sitios que pasamos haciendo el bien. Por la calle, en casa, en la universidad, en el sitio de trabajo, en el ascensor, haciendo deporte, veraneando, haciendo cola, en los grandes almacenes, en la peluquería, en el partido de futbol, en la sesión de fitness, en la gasolinera… pasamos haciendo el bien. Cualquier cosa que viene bien a otro significa para nosotros una llamada que recibimos. Hacer todo el bien que tengamos ocasión de hacer, nos lo pidan o no.

Esto requiere ir con los ojos bien abiertos. Si vemos un coche en la cuneta porque ha pinchado, paramos por si podemos ayudar. Si alguien nos pregunta una dirección por la calle, interrumpimos y nos volcamos por facilitárselo. Si en casa alguien necesita una ayuda, ahí estamos nosotros.

Por eso, el cristiano también podría llamarse «alguien»: ¿alguien puede abrir la puerta?, ¿alguien puede ir a por no sé qué? ¿me puede ayudar alguien? ¿alguien puede echarme una mano?… Alguien es el nombre del cristiano.

Ayúdame, Señor, a no dar pie a la pereza. Que cada día me lo plantee, ya en el ofrecimiento de obras, con la ilusión de a ver cuántas cosas buenas puedo hacer. Y que termine el día pidiéndote perdón, en el examen de conciencia, por el bien que podía haber hecho durante el día y no lo he hecho. Quiero pasar cada día haciendo todo el bien que me sea posible, todo el bien que los demás puedan necesitar.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole si realmente tú te llamas «alguien». Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final. 

10-24

San Antonio María Claret, Obispo y Fundador. 1807-1870

Barcelona, fundó la Sociedad de Misioneros Hijos del Corazón Inmaculado de la Virgen María (claretianos). Murió desterrado en el monasterio de monjes cistercienses de Fontfroide, en Francia.

¿Vivir mucho, o vivir para algo?

Sólo lo recuerdo de memoria. Se trata de una entrevista publicada en la contraportada de un periódico. El entrevistado era un alemán. Su mérito: cumplir 112 años. Era el hombre más viejo del mundo. ¡Qué barbaridad! Salía sonriente en la fotografía. Los ancianos siempre me han parecido dignos de todo lo mejor… no sé… cada vez les tengo más cariño por el mero hecho de ser ancianos, por lo que han vivido, por lo que han dado…

Sin embargo, en cuanto empecé a leer la entrevista, aquel señor empezó a darme pena. Contaba su secreto. Cuando tenía 80 años hizo la apuesta con un amigo para durar, y entonces empezó a no hacer nada, a no hacer esfuerzos… Decía que así lo había conseguido.

Vivir para conseguir continuar viviendo… ¡me parece tan triste! Vivir para conseguir dar vida… ¡eso sí que vale la pena! Y dar vida exige cansarse, morir a uno, gastarse, exprimirse, agotarse…

Se lo escuchaba contar a un monseñor —ahora obispo— que trabajó muy cerca de Juan Pablo II en temas relacionados con la familia. Un día fue citado por el Papa en su habitación vaticana antes de cenar. Estaba esperando en una sala cuando escuchó que llegaba el Papa que, entonces tendría unos 60 años. El paso era lento. O mejor, su avanzar era lento, pues ni siquiera daba pasos. Con sus sesenta años y a última hora del día, no era capaz más que de arrastrar los pies. Cuando apareció por la puerta se levantó, se dirigió hacia él para saludarle, le besó la mano, miró su rostro agotado, y le dijo con energía: «Santo Padre, así no puede seguir. Tiene que cuidarse. La iglesia le necesita, y así usted no puede durar mucho tiempo».

Decía el monseñor que nunca se había sentido mirado como en aquel momento. Le vino a la cabeza la mirada de Cristo a Pedro cuando le dijo que no permitiría su Pasión, y escuchó de Cristo el «Apártate de mí, Satanás, que me hablas como hombre y no como Dios» (Marcos 8, 33). Pero Juan Pablo II no sólo le miró, sino que también habló. Más o menos le dijo lo siguiente: «A estas horas del día es lógico que el Papa esté cansado. Y debo seguir trabajando. La Iglesia no necesita a este Papa, lo que necesita es un Papa santo. Y después de este Papa vendrá otro. Lo importante es que sea santo.» Como dijo en más ocasiones, hay que aprender a trabajar estando cansados, o con dolor de cabeza…

Dos formas de plantearse la vida: vivir para conseguir continuar viviendo como el anciano de 112 años, o vivir para conseguir dar vida como Juan Pablo II. ¿A qué planteamiento te acercas más?

Señor, no quiero vivir más que nadie, sino vivir dando vida. Lo que importa es que sea santo, que me canse dándome, sirviendo, que trabaje como debo trabajar, que acabe los días cansado, que viva con intensidad… sin estar preocupado excesivamente de mi estado de salud o de descanso. No quiero que mi vida sea estéril, sino fecunda; no quiero que sea larga, sino intensa en amor. María, Madre de Dios y Madre nuestra, que viva dando mi sí a todo lo bueno, gastándome por amor.

Puedes comentar con Él cómo te has planteado tu vida, y lo que te gustaría cambiar. Pregúntale si él ve que te estás gastando.

10-23

Juan de Capistrano, Presbítero franciscano. 1386-1456.

Fue un gran estudiante que llegó a ser abogado, juez y gobernador de Perugia. Tras un período en la cárcel, en el que se replanteó su vida, ingresó en la Orden de los Frailes Menores y ordenado sacerdote.

¿Ser o tener?

Unos universitarios iban los sábados a una barriada pobre donde los niños, descalzos, sucios y sonrientes, se lo pasaban a lo grande con juegos y actividades que les organizaban. El día del cumpleaños del pequeño Juanito, una de las universitarias le hace un regalo. El niño, con los ojos fuera de sus órbitas, va quitando el papel y, ansioso, rompe la caja.

—Y esto… ¿qué es? —pregunta ilusionado a la chica.

—Un mp4 —contestó sonriendo.

—Y… ¿cómo se usa?

La chica le explica, le pone los cascos…

Juanito le pregunta:

—Y… ¿no lo puedo usar más que yo solo?

Ante la respuesta afirmativa de la universitaria, una desconcertante reacción de Juanito:

—Pues entonces no, no lo quiero. Si no puedo usarlo con mis hermanos, no me interesa.

La verdad es que suena a la típica anécdota bonita e inventada, típica para un libro como éste. Sin embargo, muchos de los que se han movido entre gente que no conoce la sociedad de consumo, sabe que esa reacción es bastante creíble. A nosotros nos parece irreal, no nos cabe en la cabeza. A ellos no les cabe en la cabeza que vivamos tan aisladamente, locos por tener cosas en las que disfrutamos solos. Ellos lo pasan bien con los demás, nosotros muchas veces buscamos estar solos para pasarlo bien.

El querer tener más y más, el hecho de que siempre nos parezca que nos faltan cosas, el afán de siempre querer más… tiene que ver con la avaricia. Es lógico que nos entren ganas de tener lo que tienen otros, o lo que vemos en los anuncios. Sin embargo, el camino de la felicidad no va por ahí. Tener no es lo importante; lo importante es lo que se es. Aunque parezca increíble, es así: la avaricia cambia la forma de pensar. Recuerdo una clase en la que muchos se metían con un chaval, a quien ridiculizaban diciéndole que su padre no tenía ni para comprar un coche; así era: ocho hermanos y un sueldo muy bajo no le daban para mucho.

Alguien podría concluir: lo mejor, entonces, es tener mucho y ser mucho. Sí, efectivamente. El problema está en que no siempre es posible. Cuando se tiene mucho y se vive para tener y absorbido por el tener… uno se olvida de ser y olvida incluso lo que es. Se convierte en poseedor, y lo que le interesa —se olvida de los demás— es poseer. Jesús lo explicó claramente cuando nos dijo: «Los cuidados del siglo y la seducción de la riqueza sofocan la palabra y queda sin fruto» (Mateo 13, 22). El cristianismo —y el sentido común— quedan sofocados, ahogados por el tener… y nuestra vida ya es incapaz de dar fruto.

Podríamos decir que lo mejor es tener y no vivir para el tener, y eso se consigue recordando que… contra la avaricia, generosidad. Es decir, dando de lo que se tiene, no comprando algunas cosas que se podrían comprar pero no hacen falta, prescindiendo algunas veces de lo que podría disponer… Por ejemplo, no oír música siempre que puedo: prescindir a veces de ella, para no ser esclavo de la música. Un amigo, por ejemplo, me decía que un día a la semana no usaba el coche. ¿Por qué? Porque le daba la gana: así vivía como muchos otros que no disponían de coche. Me decía que le sentaba muy bien.

Señor, quiero estar atento a la avaricia, porque no quiero ser egoísta, no quiero estar centrado en mí y en mis cosas. ¿Soy generoso con lo que tengo? ¿Estoy demasiado pendiente de conseguir más cosas siempre? ¿Me quejo cuando me falta algo? ¿Dejos mis cosas? ¿Cuánto dinero gasto en mí y cuánto en los demás? Ayúdame, tú que dijiste que no se puede servir a dos señores: a Dios y a las riquezas (Mateo 6, 24).

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído, de cómo sientes la avaricia. Dile después la oración final, pero pidiéndole con fuerza que de verdad te libre.

10-22

San Abercio de Hierápolis, Obispo. Siglo III.

En Hierópolis, ciudad de Frigia, del cual se cuenta que peregrinó por diversas regiones anunciando la fe, siendo alimentado con un místico manjar.

… más pendiente del pudor que del dolor

En el siglo IV se leían las actas de Perpetua y Felícitas en las iglesias de África. El pueblo les profesaba una estima tan grande que san Agustín se vio obligado a publicar una protesta para evitar que se las considerara en plano de igualdad con la Sagrada Escritura. 

Durante la persecución del emperador Severo, fueron arrestados en Cartago cinco catecúmenos el año 205. Sus nombres eran Revocato, Felícitas (que estaba embarazada desde hacía varios meses), Saturnino, Secúndulo y Perpetua. Esta última tenía 22 años de edad, era madre de un pequeñín recién nacido y tenía buena posición; de hecho, Felícitas era esclava de su padre. A estos cinco se unió Sáturo, el catequista que les había instruido en la fe y se negó a abandonarles.

La misma Perpetua escribió lo que les iba ocurriendo: «Yo estaba todavía con mis compañeros. Mi padre, que me quería mucho, trataba de darme razones para debilitar mi fe y apartarme de mi propósito. Yo le respondí: “Padre, ¿no ves ese cántaro o jarro, o como quieras llamarlo?… ¿Acaso puedes llamarlo con un nombre que no le designe por lo que es?” “No”, replicó él. “Pues tampoco yo puedo llamarme por un nombre que no signifique lo que soy: cristiana.” Al oír la palabra “cristiana”, mi padre se lanzó sobre mí y trató de arrancarme los ojos, pero sólo me golpeó un poco, pues mis compañeros le detuvieron… Yo di gracias a Dios por el descanso de no ver a mi padre durante algún tiempo… En esos días recibí el bautismo y el Espíritu me movió a no pedir más que la gracia de soportar el martirio. Al poco tiempo, nos trasladaron a una prisión donde yo tuve mucho miedo, pues nunca había vivido en tal oscuridad. ¡Qué horrible día! El calor era insoportable, pues la prisión estaba llena. Los soldados nos trataban brutalmente. Para colmo de males, yo tenía ya dolores de vientre…»

Más tarde, Perpetua tuvo un sueño que la ayudó a prepararse para el martirio. Su padre regresó para implorarle que renunciara a su fe para evitar el martirio. Le decía de rodillas y besando sus manos: «… Piensa en tu madre y en la hermana de tu madre; piensa sobre todo en tu hijo, que no podrá sobrevivirte. Depón tu orgullo y no nos arruines, pues jamás podremos volver a hablar como hombres libres, si te sucede algo.» Ella le respondió: «Las cosas sucederán como Dios disponga, pues estamos en sus manos y no en las nuestras.»

Condujeron a los reos a la plaza del mercado para juzgarlos ante una multitud. Narra Perpetua: «Todos los que fueron juzgados antes de mí confesaron la fe. Cuando me llegó el turno, mi padre se aproximó con mi hijo en brazos y, haciéndome bajar de la plataforma, me suplicó: “Apiádate de tu hijo”. El presidente Hilariano se unió a los ruegos de mi padre, diciéndome: “Apiádate de las canas de tu padre y de la tierna infancia de tu hijo. Ofrece sacrificios por la prosperidad de los emperadores.” Yo respondí: “¡No!” “¿Eres cristiana?”, me preguntó Hilariano. Yo contesté: “Sí, soy cristiana. Como mi padre persistiese en apartarme de mi resolución, Hilariano mandó que le echasen fuera y los soldados le golpearon con un bastón. Eso me dolió como si me hubiesen golpeado a mí, pues era horrible ver que maltrataban a mi padre anciano.

»Entonces el juez nos condenó a todos a las fieras y volvimos llenos de gozo a la prisión. Como mi hijo estaba acostumbrado al pecho, rogué a Pomponio que le trajese a la prisión, pero mi padre se negó a dejarle venir. Pero Dios dispuso las cosas de suerte que mi hijo no extrañó el pecho y a mí no me hizo sufrir la leche de mis pechos.»

Según parece, Secúndulo había muerto en la prisión antes del juicio. Antes de dictar sentencia, Hilariano había mandado azotar a Revocato y Saturnino y abofetear a Perpetua y Felícitas. Se reservó a los mártires para los espectáculos que se iban a ofrecer a los soldados durante las fiestas de Geta, a quien su padre, Severo, había nombrado César cuatro años antes.

Felícitas tenía miedo de que se la privase del martirio, porque generalmente no se condenaba a la pena capital a las mujeres embarazadas. Todos los mártires oraron por ella y así dio a luz a una hija en la prisión; uno de los cristianos adoptó a la niña.

Según las actas, «el día del martirio los prisioneros salieron de la cárcel como si fuesen al cielo… La multitud, furiosa al ver la valentía de los mártires, pidió a gritos que les azotaran; así pues, cada uno de ellos recibió un latigazo al pasar frente a los gladiadores». Sáturo, el catequista, fue echado a varias bestias que no le dañaron. Al fin «un leopardo saltó sobre él y le dejó cubierto de sangre en un instante. La multitud gritaba: “¡Ahora sí está bien bautizado!” El mártir, ya agonizante, dijo a Pudente: “¡Adiós! Conserva la fe, acuérdate de mí, y que esto sirva para confirmarte y no para confundirte.” Y, tomando el anillo del carcelero, lo mojó en su propia sangre, lo devolvió a Pudente y murió. Así fue a esperar a Perpetua, como ésta lo había predicho.»

«Perpetua y Felícitas fueron arrojadas a una vaca salvaje. La fiera atacó primero a Perpetua, quien cayó de espaldas; pero la mártir se sentó inmediatamente, se cubrió con su túnica desgarrada y se arregló un poco los cabellos para que la multitud no creyese que tenía miedo.» Dice la tradición que Perpetua se arreglaba la ropa, más pendiente del pudor que del dolor.

Después fue a reunirse con Felícitas que yacía también por tierra. Juntas esperaron el siguiente ataque de la fiera; pero la multitud gritó que con eso bastaba; los guardias las hicieron salir por la Puerta Sanavivaria, que era por donde salían los gladiadores victoriosos. Al pasar por ahí, Perpetua volvió en sí de una especie de éxtasis y preguntó si pronto iba a enfrentarse con las fieras. Cuando le dijeron lo que había sucedido, la santa no podía creerlo, hasta que vio sobre su cuerpo y sus vestidos las señales de la lucha. Entonces llamó a su hermano y al catecúmeno Rústico y les dijo: «Permaneced firmes en la fe y guardad la caridad entre vosotros; no dejéis que los sufrimientos se conviertan en piedra de escándalo.» Entre tanto, la veleidosa muchedumbre pidió que las mártires compareciesen nuevamente; así se hizo, con gran gozo para las dos santas. Después de haberse dado el beso de la paz, Felícitas fue decapitada por los gladiadores. El verdugo de Perpetua, que estaba muy nervioso, erró en el primero golpe, arrancando un grito a la mártir; ella misma tendió el cuello para el segundo golpe. «Tal vez porque una mujer tan grande… sólo podía morir voluntariamente.»

Muchas cosas llaman la atención de estos primeros cristianos. Una quiero destacar: los primeros cristianos tenían una delicadeza grande con el cuerpo, lo respetaban llamativamente. Santa Perpetua, embestida y golpeada por la vaca salvaje, está pendiente de su pudor más que de su dolor.

Santas Felicidad y Perpetua, interceded por los cristianos del siglo XXI. Que valoremos el pudor. Que en nuestra forma de vestir, de hablar, de mirar… enseñemos al mundo el valor del cuerpo, el respeto que merece. No es carne sin más. Mi cuerpo es espíritu encarnado, carne espiritualizada. ¿Cómo puedo mejorar para ser más pudoroso?

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final.