San Valero, Obispo. Siglo III-IV.
Obispo de Zaragoza. Durante la época en la que vivió, la Iglesia sufrió una cruel persecución y Valero fue desterrado a Enate (pueblo cercano a Barbastro).
La nevada de todos los días
Un sacerdote, buen teólogo, hacía este interesante comentario. Antes debo decir que una de las muchas prendas de ropa —ornamentos— con las que se reviste el sacerdote para celebrar la misa, la primera de ellas, es el amito. El amito es una especie de pañoleta blanca, frecuentemente con una cruz bordada en el centro. Cuando el sacerdote comienza a revestirse para la celebración eucarística coge el amito, lo reposa brevemente sobre la cabeza, y luego se lo pone sobre los hombros, rodeando el cuello que así queda cubierto por el blanco del amito. Y ahora el comentario.
Decía este teólogo que cuando iba a celebrar misa y se ponía el amito sobre la cabeza y los hombros, pensaba que la misa que iba a celebrar en ese momento era como el amito que usaba; del mismo modo que la prenda le cubría a él con su blancura, la misa era como un manto blanco con el que cubría Dios todas las fatalidades, la maldad, el pecado, la corrupción del mundo.
En el mundo hay mucha trampa, maldad, incomprensión, mentira, sufrimiento, dolor, ira, venganza, vicios… y lo sabemos de sobra; nos tropezamos a diario con esa realidad. Sin embargo ésa no es toda la realidad, es sólo una parte, y —considerada en su conjunto— la más pequeña e insignificante. Cuando celebramos la misa es como si cogiéramos esa capa blanca del Dios rico en misericordia, del Dios todopoderoso, que exuberantemente derrocha bondad sobre los hombres, y cubriéramos junto con Él la maldad de los hombres con su blancura, con su perdón y amor, con su protección y fuerza, con su espíritu.
Cada misa no es una oración más. Cristo vive hoy, y con su cuerpo espiritual que es la Iglesia, en cada misa habla al Padre. Quien habla es el mismo Cristo, con nosotros como parte suya (los cristianos formamos su cuerpo que es la Iglesia).
Ahí está la grandeza de nuestra vida: en hacer cosas incorporados con Cristo. La humildad no consiste en echarnos cubos de basura encima. Si alguien nos dice que cantamos bien y decimos que cantamos horrible; o si sacamos buenas notas y nos restamos mérito diciendo que era fácil el examen, eso no es la humildad. La humildad es algo mucho más profundo. La humildad de saberse instrumentos es reconocer que la acción valiosa, salvadora, viene de Dios.
La humildad supone saber que somos una parte, un miembro de ese Cristo total, y que la eficacia de nuestras acciones, oraciones y palabras es tremenda. En el momento de la misa, Cristo —muerto y resucitado—, coge al mundo y lo lleva a la presencia del Padre, ya sanado, vivificado, salvado. De manera que somos una parte de ese Cristo que se presenta al Padre en cada misa.
Ante el mal en la sociedad, los cristianos luchamos de muchas formas: organizamos manifestaciones para protestar, escribimos quejas a los periódicos, fundamos ONG… Todos estos esfuerzos son válidos, justos y necesarios, siempre y cuando no perdamos de vista que la verdadera acción sanadora, purificadora, salvadora del mundo es la que viene de Cristo, y de nosotros en cuanto nos incorporamos a Él, en cuanto llevamos nuestra realidad a su presencia. Todo nuestro entorno, nuestra familia, universidad, compañeros de trabajo, etc., los cargamos sobre nosotros, como si los metiéramos en una mochila, y los llevamos al Padre en cada misa; incorporados a Cristo, le devolvemos el mundo. Ése es el Espíritu que aletea en el fondo del corazón del cristiano. Por eso le gritamos: «Ven, Señor, a salvarnos.»
Muchos se preguntan para qué les sirve ir a misa, otros que les hace sentirse mejor… No vamos a la misa para sentirnos mejor, sino para glorificar al Padre, para devolverle el mundo, para que reciba el amor que espera de la humanidad. Así curamos la herida de su amor dolido, y curamos al mundo de su mal. Eso es lo que nos llena a los cristianos: la nevada de cada día.
Decía santo Tomás que todos los pecados que hemos cometido y podemos cometer en el futuro todos los hombres de la historia, en comparación con el valor de una misa, son como un granito de arena junto al sol. Sí: cada misa cubre de blanco el mundo entero, como el amito cubre de blanco los hombros del sacerdote.
Gracias, Dios mío, por cada misa, y por poder participar en cada misa. En cada una de ellas cubres el mal de este mundo con tu misericordia. Quiero poner en cada misa todo mi día, unirme a ti, y así purificar el mundo. Gracias, Señor. Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, la victoria de tu amor sobre el mal. ¡Ven, Señor Jesús! Cubre el mal que hay en el mundo con tu nevada de cada misa, con el blanco de tu misericordia.
Puedes pedirle que aumente tu fe en la misa. Si a veces eres algo pesimista o negativo, quizá es porque has olvidado esta verdad. Háblalo con Él.
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