Santa Marina, virgen y mártir. 119-139

Hija de un gobernador romano, su madre la rechazó al haber tenido nueve niñas y es acogida por una sirvienta cristiana. Su propio padre será quien más tarde le diga que renuncie a su fe o morirá, pero ella nunca renunció.

¡Cuántos momentos formidables tiene un día cualquiera!

Tengo la suerte de conservar la entrevista que hicieron en la radio a Javier Mahillo, compañero mío de carrera en la Facultad de Filosofía, padre de cuatro niños. Estaba de catedrático en Mallorca. La entrevista se la hacen a propósito del cáncer que padecía: los médicos le dieron seis meses de vida, y se cumplió el pronóstico. Es el testimonio de alguien que redescubre el valor de lo dado:

«Sí, pero cuando no tienes la cuenta del tiempo que te queda, se te va más; o sea, un estudiante que dice: “Bueno… el examen será un día del mes, no sé cuándo; bueno, pues ya iremos estudiando…” Pero cuando dicen: “es pasado mañana”, ya controla el tiempo y dice: “me quedan dos mañanas y dos tardes, y tantas horas, y tal”; y entonces aprovecha más.

»Como a mí el tiempo ya me escasea, lo estoy aprovechando más que antes —también porque me he quitado el dolor, ¡desde luego!—, pero lo estoy disfrutando porque… no sabes, Víctor [así se llamaba el periodista que le entrevista], la diferencia entre vivir pensando que la vida es muy larga —vete a saber qué es lo que me pasará, vete ahorrando para el futuro…—, y vivir sabiendo que me quedan seis meses, y que tengo ya un pie en el cielo, y que tengo un billete ya y que está a mi nombre y que no lo voy a cambiar con nadie. (…)

»Disfruto de la primavera tan bonita que tenemos en Mallorca. Y después el café con leche, y la tostada de mantequilla, y disfruto de mis hijos como nunca he disfrutado.

»—¿Las cosas cotidianas adquieren un nuevo sentido? [pregunta el periodista].

»—Una maravilla; si echáramos cuenta, al cabo del día descubriríamos que hay cincuenta, sesenta, ochenta ocasiones en las que es para decir: ¡Qué gustazo!, ¡qué bien me lo estoy pasando! Lo que pasa es que normalmente las dejamos pasar, porque nos quedamos solamente en lo malo: “es que luego tengo una reunión, es que mañana tengo un examen, es que mi hijo no sé qué…”, y entonces lo malo nos oculta lo bueno. Pero momentos buenos del día… ¡tenemos cincuenta mil!”

Acostumbrarnos a lo dado equivale a maltratarlo. La enorme capacidad que tenemos los hombres para acostumbrarnos a todo adormece el amor y nos hace egoístas. Ante algo que se nos da —pongamos por caso un desayuno, un beso o un saludo, el de esta mañana—, es posible reaccionar pensando:

«Es lo que tenía que hacer; ¿qué tiene de especial, si está obligado a comportarse así?; era lo que yo esperaba, pues es lo habitual entre nosotros; ¡sólo faltaba que no me diese un beso…!»

Pero también se puede reaccionar de esta otra forma:

«¡Qué buena persona, que me ha dado esto! ¡Cuánto me quiere! Pudiendo haber estado en otra cosa, me ha tenido presente…»

Es muy distinto ver las cosas de un modo u otro. La primera reacción deforma, y puede llegar incluso a arruinar la relación; trivializa el don e impide el agradecimiento. Es preciso combatirla.

Quiero, Jesús, vivir disfrutando de los cincuenta mil momentos buenos del día. Ayúdame a ser agradecido, que no menosprecie lo que otros me dan, y lo que tú me das. No permitas que me vuelva cretino. Madre siempre agradecida, ruega por nosotros.

Puedes repasar tantas cosas a las que te has acostumbrado y quizá no valoras. Coméntalo con Él, y agradécele, como dice san Pablo: «Cantad a Dios, dadle gracias de corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.» Dáselas tú hoy como mejor puedas.

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