Santo Sabas, Abad. 439-532

Con 18 años pidió la admisión en el monasterio de Flaviano, marcha con permiso a los Santos Lugares y se consolida en él el amor al silencio y a la austeridad pasando por diversos monasterios.

Todavía guardo mi palabra

Recuerda cómo buscan María y José al Niño perdido en el Templo. Cuando le encuentran tuvieron esta conversación.

«¿Cómo has hecho esto?», le pregunta su madre dolida. «¿No sabías —le responde— que debía cumplir la voluntad de mi Padre?» María no entiende, pero no protesta. Hablando humanamente, tenía motivos para quejarse por el disgusto que había sufrido. Pero guardaba estas cosas en su corazón (Lucas 2, 41 ss.).

María nos enseña a no protestar, a evitar las quejas aunque no entender nos haga sufrir. Y nos enseña a guardar esas cosas en nuestro corazón, esto es, a hablar con Dios de las cosas que nos pasan.

Un buen ejemplo. Cuando san Juan María Vianney estudiaba en el seminario, fue llamado a la milicia. Aquellos años, Francia estaba en guerra con varios países y necesitaba que todos los jóvenes se alistasen al ejército. Se le asignó una tropa que iría a apoyar el despliegue militar que Napoleón III había comenzado en España. Juan María llegó tarde a la salida de los soldados. Les siguió un tiempo, pero ya no consiguió alcanzarlos. La situación era apurada. Por fin, en una granja de un pueblo pequeño por el que pasó, la familia le acogió. Allí vivió un tiempo, como si fuese un primo de los hijos.

Un día los militares inspeccionaron esa pequeña aldea, buscando algún enemigo refugiado o algún francés prófugo que no se hubiera incorporado al ejército. En cuanto se dieron cuenta, la aldea entera entró en trepidación: estaban en peligro. Juan María se esconde en el pajar de la casa. Los militares van pinchando en la paja para comprobar que no había allí ninguna persona escondida. El heno fermentado le ahoga a Juan María. De pronto, uno de los soldados explora el montón de hierba bajo el que se esconde, le pincha con la punta del sable y permanece así un buen rato. Él no hace ningún movimiento, a pesar del dolor fortísimo que sufre.

En sus catequesis, siendo ya el cura de Ars, contaba que en toda su vida no había padecido tanto como en ese momento, y que entonces hizo a Dios una promesa: Dios mío, te prometo no quejarme jamás. Fíjate bien: le ocurre aquello, habla con Dios de ese sucedido, y entonces le hace esa promesa. Siendo sacerdote anciano, en alguna ocasión, al contarlo añadía: «Todavía guardo mi palabra.»

Sufrir sin quejarnos. ¡Qué bueno es que aprovechemos los sufrimientos que nos llegan para vivirlos con fortaleza, incluso con alegría! Es interesante lo que apuntaba el padre Pío: «Los ángeles sólo nos tienen envidia por una cosa: ellos no pueden sufrir por Dios. Sólo el sufrimiento nos permite poder decir con toda seguridad: Dios mío, ¡mirad cómo os amo!»

Señor, cuando es por mí, soy capaz de sufrir el dolor y no quejarme. Contando con tu ayuda, quiero regalarte el no quejarme jamás, no protestar y ofrecerte esas cosas. Ojalá guarde mi palabra. Madre mía, que sepa guardar esas cosas en mi corazón, como tú. También cuando algo me haga sufrir, cuando no entienda la cruz, ayúdame a sufrir sin quejarme, confiando en que todo tiene un sentido que todavía no conozco. Dame amor y fuerza para no quejarme nunca. Que ame las pequeñas cruces.

Ahora te toca a ti hablar a Dios con tus palabras. ¿Qué tal vas de quejas? Pídele pistas a María, y no dejes de insistirle en que te conceda durante la novena un corazón limpio.

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