San Alejo, laico. Siglo V

Hijo de un senador romano que decidió, por penitencia, mendigar para vivir y para ayudar a otros. Cuando le descubrieron regresó a su casa para vivir como un criado.

Foto robot de la soberbia

«Llegaron a Cafarnaúm y una vez en casa les preguntó: ¿De qué discutíais por el camino? Ellos callaron, pues por el camino habían discutido entre sí quién era el mayor» (10, 33-34). Llevaban ya un cierto tiempo con el Señor; habían visto sus milagros; habían escuchado sus palabras; y, sin embargo, surge entre ellos esa discusión. Seguramente, alguno habría dado a entender que él tenía derechos para estar por encima de los demás, y los otros, ofendidos, se lo habrían discutido…

¡Qué bien comprendemos lo que les sucedía a aquellos apóstoles! ¡Qué humana es la ambición y el egoísmo! Y siempre llevan el mismo acompañamiento: desuniones, riñas, rencores… Como sentencia el libro de los Proverbios (13, 10): «la soberbia sólo ocasiona disputas».

La soberbia es el origen de casi todos los males humanos. Es el vicio que más daña a cada persona y a la sociedad. Consiste en el amor desordenado de uno mismo…

Es un amor desordenado y desmedido, porque uno acaba amándose a sí mismo más de lo que merece, y se tiene por mejor y más digno de consideración de lo que realmente es. Por eso, en el origen de la soberbia —en su núcleo— hay un error, una falsa medida, una mentira sobre sí mismo con la que cada uno se engaña; y que, por su propia naturaleza, crece, ofuscando el entendimiento.

Todos tendemos a considerar con detenimiento nuestras cualidades y a pasar por alto nuestros defectos. Si no estamos atentos, la imagen que de nosotros nos hacemos se embellece injustamente y nos vamos encontrando cada vez más dignos de nuestro propio amor. Apreciamos siempre más, y nos enorgullecemos de nuestras cualidades físicas, de nuestra inteligencia, de nuestros conocimientos, de nuestras acciones, de nuestra experiencia, de los servicios que hemos prestado…, incluso de nuestra piedad. A medida que nos aficionamos a pensar en nosotros y en lo que hacemos, nuestras cualidades se agigantan, mientras se olvidan las miserias y limitaciones que las acompañan…

De este modo, crece la estima que cada uno tiene de sí. El vicio de destacar lo bueno y desconocer lo malo —el engaño sobre sí mismo— llega a ser tan fuerte que se puede acabar perdiendo finalmente toda capacidad crítica y caer en el ridículo. En la sociedad humana, siempre resulta algo grotesca la persona demasiado pagada de sí misma, y que presume ostensiblemente de su altura, de la belleza de sus ojos, del precio de su abrigo, de su ciencia… Los humanos toleramos mal la vanidad del vecino y tendemos a escarnecerla.

Quien siente gran estima de sí tiende a que los demás la compartan. No se conforma con contemplarse y autocomplacerse, sino que desea que también los demás rindan tributo a su perfección. De aquí surge la vanidad, ese afán ridículo de mostrar lo que cada uno considera valioso de sí. El vanidoso se deja llevar por el deseo de distinguirse en lo que sea y, a veces, llega incluso hasta la hipocresía; es decir, hasta el fingimiento, dando a entender que es más rico, más sabio, más hábil o mejor deportista de lo que realmente es. El artificio es tan eficaz que, al final, el mismo hipócrita encuentra dificultad en distinguir lo que es real de lo que ha inventado.

… El que es soberbio no se acuerda de que existen los demás, porque está centrado en sus cosas; consume todas sus energías en satisfacer sus ambiciones o sus caprichos, y esto hace del soberbio —del egoísta— un ser antisocial.

Si está con otros, tiende a hablar de sí mismo —incluso de las propias enfermedades o sueños, si no tiene nada más brillante a que acudir— y a exigir la atención de los demás. A veces, incluso, la provoca artificialmente. Está inclinado a juzgar con severidad a los otros y en todas sus afirmaciones sobre ellos hay una comparación implícita consigo mismo; por eso, suele ser muy crítico con respecto a los que, de alguna manera, le aventajan; y despreciativo y cruel con los que considera inferiores. Esas comparaciones son, además, el origen de la envidia, que va siempre acompañada de inquietudes, de pequeños rencores y, a veces, de bajezas grotescas en el intento de superar a los que le aventajan o de restarles méritos.

De forma sencilla predicaba lo mismo el Cura de Ars: «Una persona orgullosa piensa que todo lo que hace está bien hecho; quiere dominar sobre todos, siempre cree que tiene razón; ella cree que su opinión es mejor que la de los demás. Por el contrario, cuando a una persona humilde y santa se le pide su opinión, la da siempre con serenidad, después de haber escuchado la de los demás. Tengan razón o no, no replicará nada.

»San Luis de Gonzaga, cuando era escolar y le reprochaban algo, no buscaba nunca excusa; decía lo que pensaba, y no se preocupaba de lo que pensaban los otros. Si se equivocaba, se equivocaba; si tenía razón decía: Otras muchas veces me he equivocado.»

 ¡Ay, Señor, qué bien me va leer acerca de la soberbia y la humildad! De la soberbia porque es como una caja de disfraces que siempre se camufla, parece que no está pero siempre está. Me alegro, Jesús, de reconocer la soberbia en mí, porque quiere decir que la he desenmascarado, la he descubierto detrás de su disfraz, y así puedo rechazarla o al menos pedirte a ti que me ayudes a rechazarla. Y también me alegra leer acerca de la humildad porque así la deseo cada vez más. María, ¡humildad!

Puedes repasar los rasgos descritos en el texto con los que más te identificas para comentarlos con el Señor.

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