San Jerónimo Emiliano. Siglo XV.

Nacido en Venecia, fue militar. Tras caer prisionero y ser liberado, decidió servir a los más indefensos. Se ordenó sacerdote y fundó la Orden de los Padres Somascos, que instituyeron escuelas gratuitas para todos. Es patrono de los huérfanos y de la juventud abandonada.

Pero… ¿y Sonia?

Al gran escritor Dostoievski le ocurrió lo siguiente. Se enamoró de una chica que ya estaba casada. Cuando se enteró, interrumpieron la relación. Poco tiempo más tarde ella enviudó, y entonces sí se casaron. Pronto se cumplió una de las grandes ilusiones de Dostoievski: tuvo una niña a la que llamó Sonia. Cuando ya tenía tres meses, paseando por la costa de una ciudad alemana, repentinamente entró una galerna que les pilló desprotegidos y les empapó. La pequeña Sonia enfermó y murió en pocos días por la neumonía. El escritor, destrozado, se desahogaba en esta carta con un amigo:

«Ella comenzaba a reconocerme, a amarme, y siempre que me acercaba sonreía. Cuando cantaba para ella con mi voz cómica, veía que me escuchaba complacida. Cuando la besaba mantenía el rostro serio, y si me acercaba a ella cesaba de llorar.

»Y ahora intentan consolarme diciendo que tendré más hijos. ¡Pero Sonia! ¿Dónde está Sonia? ¿Dónde está este pequeño ser por quien de buena gana habría soportado la muerte en la cruz… si de ese modo hubiera logrado que viviese?»

¿No te parece que es lógico que le molestase a Dostoievski que le intentasen consolar así, como si diese igual Sonia u otro? ¡Claro que le molesta! Él no amaba tener hijos en general, sino que amaba a Sonia. Ninguna otra hija, ni veinte hijas que pudiera tener, serían capaces de ocupar el lugar que Sonia ocupaba en su corazón.

Tenemos huella dactilar. El bautismo nos hace únicos para nuestro Padre Dios. Nadie ocupará mi lugar en el corazón de Dios: sólo yo puedo quererle por mí. Aunque todos los hombres del planeta le amasen y estuviesen con él, si yo no le amase él seguiría echándolo en falta, seguiría buscándome, esperándome cada día como el padre de la parábola, deseándome como Dostoievski a su pequeña Sonia.

Padre nuestro, que estás en los cielos, que no olvide que tú, como buen padre, no sabes contar más que uno: tienes sed de mí. ¡Que me asuste tu abundancia, Señor!

Puedes agradecerle ahora, con tus palabras, que te quiera como a su único hijo: pídele que cada vez te entre más en la cabeza.

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