San Andrés Corsini, Obispo y Confesor. Siglo XIV.

De Florencia, de la noble familia de los Corsini. Conflictivo en su juventud, sintió posteriormente un llamamiento hacia la paz de la Orden de los Carmelitas. Dirigió la diócesis durante 24 años.

Sólo aguantaron los rascacielos 

En el año 1989 hubo un fuerte terremoto en San Francisco y, ¡sorprendente!, las casas que más aguantaron no fueron las más bajas, sino los rascacielos, porque estaban preparados para los terremotos. Sin embargo las casas más antiguas, de poca altura, se vinieron abajo todas.

Cuando construimos nuestra vida vale la pena construir bien. Jesús nos lo dice con una parábola: dos hombres construyeron su casa, uno sobre arena y otro sobre roca. Cuando vinieron las tempestades y las tormentas, el primero vio cómo todo lo que había hecho hasta ese momento con gran esfuerzo y sudor se le venía abajo porque había construido sobre arena, sobre un fundamento frágil. Al segundo, que le costó el mismo trabajo que al primero la construcción de la casa, vio cómo sus esfuerzos eran compensados. Su casa aguantó. Quizá fuese menos bonita, pero era resistente (Mateo 7, 24-27).

No es tontería ni parábola para ancianos. Nos afecta a todos. Hace poco un chaval me decía que estaba enfadado con Dios porque se había roto el brazo, tendría que llevar la escayola por un mes y se perdía varios partidos de liga. Otro me decía que su madre llevaba varios días indignada y de mal humor en casa porque en el trabajo habían ascendido a un compañero que había llegado más tarde que ella. Y mil «enfados» más que podríamos contar. Pero no me refiero a una reacción mala, sino a enfados que se asientan en el interior, bajones prolongados, temporadas de «todo esto y la vida en general es una porquería». Compara la reacción de estas personas con esta otra: en uno de los lugares que tienen las monjas de la madre Teresa de Calcuta intimé bastante con un chico joven que se moría de sida. Sonreía continuamente… estaba feliz: su vida había sido un desastre, pero se sabía querido por Dios, se sabía hijo de Dios… Parece asombroso pero, entre intensos dolores y una vida llena de errores, a ninguno de los que estábamos con él nos cabía duda de que era muy feliz.

Construir sobre arena es fácil y cómodo, pero a la larga resulta incómodo porque lo que construimos no aguanta nada… y nos invaden los enfados. Construir sobre roca cuesta pero compensa. Hacer un edificio alto a prueba de terremotos es algo costoso que exige tiempo, dinero y expertos. Levantar un rascacielos de mala calidad es una estupidez y además peligroso. Vivir sin una base firme sin saber qué soy, de dónde vengo ni adónde voy, es algo un poco triste que genera insatisfacción, inseguridades y preocupaciones. Cuanto más alto me levante, si es sobre arena, más espectacular y dolorosa será la caída.

¿Por qué hago yo las cosas? ¿Qué busco? ¿Tengo objetivos para demostrarme y demostrar a los demás de lo que soy capaz, o porque la vida me la ha dado el Padre para que dé fruto en servicio de los demás…? ¿me muevo por lo más fácil, por el quedar bien, por estar «a gusto»…, o me muevo por lo mejor, para servir, para darme a los demás? ¿Busco la gloria de Dios o la mía? ¿Mi fuerza es mi voluntad, o mi fuerza es el Señor?

Jesús nos lo dice bien claro: hay que construir sobre algo sólido. Esa base firme y con capacidad de aguante es ésta: ¡Soy hijo de Dios!, ¡mi Padre es Dios! No se trata de saberlo, sino de que sea el cimiento: que el ladrillo que hoy ponga lo ponga sobre esta verdad, que lo haga con la confianza del hijo, que me sepa cuidado por él, que la preocupación que tengo la haga desaparecer al hablar el asunto con mi Padre, que confíe más en lo que mi Padre vaya a hacer que en lo que yo haga, que busque su bien, que trate de vivir con su estilo…

¿Sobre qué estoy edificando mi vida?: ¿sobre la vanidad de ser el mejor?, ¿sobre el placer… del tipo que sea…?, ¿sobre el poder?, ¿sobre el triunfo a toda costa?, ¿sobre el quedar bien? Eso es construir sobre arena. Señor quiero partir de esto: yo soy tu hijo. El porqué de lo que hago quiero que sea éste: hago esto porque Tú, Dios mío, eres mi Padre.

Y ahora sigue tú hablándole con tus palabras. Después termina con la oración final.

 

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