San Froilán de León, Eremita y Obispo. Siglo IX.

De Lugo, mientras se preparaba para ser sacerdote hacia los 18 años, entra en crisis y se hace ermitaño. Es elegido obispo de León en el año 900 y muere años después en esta ciudad, quedando enterrado en su Catedral. 

Las siete cabezas

En todas las zonas geográficas hay muchas ciudades o pueblos. A uno de ellos se le nombra la capital. Capital es una palabra que viene del latín y significa «principal», «el que está a la cabeza». También los pecados que cometemos son muchos y variados, pero desde los primeros siglos del cristianismo grandes teólogos, como san Juan Casiano y san Gregorio Magno, han distinguido siete pecados que son los capitales. No en el sentido de que sean los más graves, sino porque son los principales: todos los pecados tienen su origen en uno de esos siete, esos siete están a la cabeza de otros muchos, en ellos se encuentra la raíz de los demás.

Te habrás fijado en que estos días de octubre nos hemos referido a la humildad de san Francisco de Borja, a la pobreza de san Francisco de Asís, a la caridad de Teresa de Lisieux… Éstas son algunas de las virtudes capitales, porque a los siete pecados capitales se le oponen siete virtudes capitales. Seguramente te sabrás la lista de memoria:

Contra soberbia, humildad

Contra avaricia, generosidad

Contra lujuria, castidad

Contra ira, paciencia

Contra gula, templanza

Contra envidia, caridad

Contra pereza, diligencia.

A lo largo del mes seguiremos considerando algunos aspectos de estas virtudes y pecados principales. Nos conviene admitir una verdad de partida: todos tenemos una facilidad tremenda hacia los siete pecados capitales. No tenemos que asustarnos de ver que así somos; es más, debemos alegrarnos profundamente cuando descubramos en nosotros que en el fondo nos mueve cualquiera de ellos: así somos los hijos de Adán y Eva, y por eso Jesús dice que viene a salvarnos del pecado: porque el pecado tiene demasiada fuerza en nosotros.

Jesús puso esta parábola «a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás»: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.”

»El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador”.

»Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.» (Lucas 18, 9-14).

¡Qué importante es que nos reconozcamos pecadores! ¡Porque lo somos! ¡Porque la fuerza de esos pecados está dentro de nosotros! ¡Si no nos damos cuenta, nos tendremos por justos como el fariseo de la parábola! Que, como el publicano, reconozcamos al mismo tiempo que somos pecadores y que Dios quiere limpiarnos, sanarnos, salvarnos por medio de Jesús: ¡él es nuestro Salvador!

Gracias, Dios mío, porque me conoces y me quieres como soy. Reconozco que soy pecador. Sí, hoy mismo he sido pecador. Pero tú me quieres libre, libre del pecado, y por eso me das tu perdón y tu gracia. Quieres limpiarme y matar el pecado que hay en mí, de manera que cada vez más sea tu fuerza la que me mueva, y no la fuerza del pecado. Y ahora te digo que quiero luchar, y contra soberbia, humildad; contra… (sigue tú diciéndole los siete). No me dejes nunca ser como el fariseo de tu parábola.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios: pídele que no te resistas a reconocer que eres pecador, que cada uno de los siete pecados capitales están en ti. Después, pídele con fuerza con las palabras de la oración final.

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