San Ruperto, Obispo. Siglo VII-VIII.

Siendo originario de la región de Worms, a petición del duque Teodon se dirigió a Baviera y en la ciudad de Salzburgo estuvo al frente como obispo y como abad, y desde allí difundió la fe cristiana.

Lo que hago es lo mismo, pero no es igual

La clave de la felicidad y del sentido no se encuentra en hacer una cosa u otra, sino en la actitud con que se afronta la actividad que a uno «le toca», en el modo de realizarla y de entregarse a ella. Asistir a clase, poner gasolina en una estación de servicio, estar de peluquera o vender pescado… puede ser un trabajo mío —el modo en el que yo sirvo a los demás, el lugar desde el que desarrollo mi creatividad, el medio a través del que yo me hago y me doy…— o puede ser un trabajo ajeno; realizado por mí, sí, pero en el que mi yo está ausente: paso, lo hago de mala gana y sólo de manera obligada, porque no me queda más remedio, arrastrándome y entre quejas.

Quien no sabe mirar recreando vive a la expectativa de lo extraordinario, buscando aquello que se sale de lo habitual: lo de siempre cansa, resulta insípido, no dice nada. Es entonces cuando se tiene la sensación de vivir en un tubo largo y gris —«mi vida es un tubo»— que no ofrece alicientes. El día transcurre dentro de mil obligaciones que se me imponen: tengo que hacer esto, ir a clase o a la oficina, limpiar la casa, comer, un recado… Es importante recrear la realidad. ¿Qué quiere decir recrear? Se recrea cuando uno se entrega gustosa y libremente a lo que hace, cuando se convierte una actividad cualquiera en mi actividad, cuando «lo que tengo que hacer» lo he transformado en mi gozoso privilegio de hoy.

Éste es el motivo por el que cualquier vida —¡cualquiera!— puede ser apasionante, o puede ser insufriblemente aburrida. Solemos decir, con el poeta, que cada cosa adquiere el color del cristal con que se mira; tenemos que aprender a mirar las cosas con el cristal que recrea. Se trata de meterme en las cosas, de poner ilusión, de entregarme a los demás en lo que hago, de hacerlo bien… pensando en los demás y en Dios.

Un ejemplo. Una chica había estado una semana atendiendo niños en una especie de campamento. Lo había pasado francamente bien y estaba contenta y satisfecha. A su vuelta, fue a recogerle a la estación de autobuses su hermano. Cuando alegremente ella le cuenta lo que ha hecho durante esos días, su hermano exclama: «¡Qué pringada!, ¡menudo plan!» La valoración de su hermano le sorprende, pero al pensar fríamente lo que había hecho durante esos siete días, se da cuenta de que realmente tenía razón su hermano: lo que había hecho no era nada del otro mundo, y en realidad ella era una pringada, tan pringada que encima se lo pasaba bien con aquel aburrido plan.

¿Qué había ocurrido? ¿Era ella una infeliz que se emocionaba con cualquier cosa? No. Sencillamente, ella en los días de campamento se había entregado a lo que hacía y a los niños, y esos días —por lo tanto— habían estado cargados de sentido. Ella había establecido una vinculación afectiva con aquello, lo había recreado. Cuando ella se distancia y lo ve fríamente, como lo veía su hermano, aquello dejaba de tener sentido: lo había dejado de ver desde su interior, lo estaba mirando cerrada a la verdad más íntima de lo que había realizado.

Ayúdame, Señor, a darme a los demás y a ti en todo lo que hago. Entonces, todo será distinto aunque lo haga por enésima vez. Si pongo amor y la vida en lo que hago, todo estará lleno de sentido. ¿Cómo me doy en lo que hago? ¿Pongo ilusión en mi trabajo? ¿Y en lo que tengo que hacer en casa? ¿Y en…? Que los cristianos heredemos de ti, Jesús, el rasgo de poner corazón, pasión, ilusión en todo lo que hacemos.

Ahora te toca a ti hablar a Dios con tus palabras, comentándole lo leído o lo que quieras. Mira en qué cosas no te entregas, qué cosas haces sin ilusión… y pregúntale cómo cambiar.

Ver todos Ver enero 2022