Santa Rosalía, Ermitaña. Siglo XII.

En Palermo, de Sicilia, practicó la vida solitaria en el monte Pellegrino. Se le invoca como abogada contra la peste y los terremotos.

Bienaventurados los misericordiosos

Dice santa Catalina de Siena: «Si una gota de amor de Dios pudiera caer en el infierno lo convertiría en cielo y a todos los demonios los transformaría otra vez en ángeles.» La misericordia no es simple compasión, sentimentalismo vacío, buenas palabras sin eficacia; la misericordia es acompañamiento, comprensión, ahogar el mal en abundancia de bien, sacar bien del mal.

La escena del buen samaritano describe la verdadera misericordia: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de salteadores que, después de despojarle y darle una paliza, se fueron, dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó luego sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al posadero, diciendo: “Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva.” ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?» Él dijo: «El que practicó la misericordia con él.» Díjole Jesús: «Vete y haz tú lo mismo» (Lucas 10, 29-37).

¿Te das cuenta? Antes de que pasara el samaritano, un levita y un sacerdote judío pasaron por el camino. Al ver al hombre medio muerto se conmovieron, el herido les dio lástima, pero siguieron su camino. El malherido no fue ayudado y tal vez esa indiferencia le dolió más que la paliza recibida. Probablemente hubiese preferido que no le hubiese visto nadie, para no sufrir su desprecio. Después llegó el samaritano, se detuvo. No eran amigos, es más, entre los de Jerusalén y los samaritanos había cierta enemistad. El samaritano cambia de planes y ayuda al herido, se lo lleva consigo hasta una posada donde puedan atenderle. Este samaritano sintió en sus propias carnes las heridas del moribundo, hizo con él una obra de misericordia y le asistió.

Abrir el corazón es curar al prójimo. La misericordia tiene mucho que ver con la empatía, con compadecer, sentir con el otro, ponerse en el lugar de los demás. En muchas ocasiones no estará en nuestras manos la solución del problema, pero siempre podremos hacer que el otro no se sienta solo. Nos dice Santo Tomás de Aquino: «Entre todas las virtudes que se refieren al prójimo, la principal es la misericordia.» Muchas veces, tener misericordia significa comprender.

Otra gran parábola de la misericordia es la del hijo pródigo. El centro de esta parábola no es el hijo sino su padre (cfr. Lucas 15, 11-24). El padre había perdido un hijo pero el hijo no había perdido un padre. El hijo quiso volver como jornalero, esto es sin padre, pero el padre no se lo permitió. Perdonar es una característica propia de los padres. Podemos aplicarlo a todas nuestras relaciones: yo puedo perder un amigo, pero mi amigo nunca me perderá a mí. Cuando él quiera, aquí me tendrá: le perdonaré, no le fallaré cuando tenga la intención de volver.

Los misericordiosos alcanzarán misericordia. Normalmente quienes han recibido el perdón saben perdonar a los demás. Quienes no perdonan a los demás no suelen dejarse perdonar, no se creen que alguien pueda perdonarles. Es una experiencia: sólo son capaces de abrirse a la misericordia los que la practican. Los que son duros para dar misericordia, son duros para recibirla. Sí, el que recibe misericordia es misericordioso.

La misericordia va más allá de la justicia. La justicia da a cada uno lo suyo. Pero el hombre es pecador, luego lo suyo será el castigo. Dios, en cambio no quiere la muerte del reo sino su salvación: «No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo» (Juan 12, 46). San Pablo nos dice: «Dios es rico en misericordia» (Efesios 2, 4).

La misericordia es amar a alguien como es, incluso con sus debilidades tan peculiares; sus faltas no nos alejan de él, sino que, al contrario, nos acercan para ayudarle, suplirle o complementarle. Cuando me lo encuentre malherido por los golpes de sus propios pecados, lo tomaré sobre mí y lo llevaré a la posada para que sea sanado. Sí: así es la misericordia que aprendemos de Dios, la misericordia que Dios practica con nosotros y que nos pide que practiquemos nosotros con los demás.

Dios, tú que eres rico en misericordia, ayúdanos a no ser justos con los demás, sino misericordiosos. Sin tu misericordia, Dios nuestro, nadie podría resistir. Que no exija sin comprensión, que no reaccione con enfados, que no me aleje de nadie criticándolo. Quiero seguir el camino de esta bienaventuranza. Hazme, Señor, misericordioso como tú eres misericordioso.

Qué buen momento para pedirle que te haga misericordioso. Hay un poco de examen con él: si comprendes o no, si eres duro con los demás, si juzgas, si perdonas, si eres buen samaritano de los demás…

 

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