San Marcos de Aretusa, Obispo. Siglo IV.

Obispo en Aretusa, en Siria, que durante la controversia arriana no se desvió lo más mínimo de la fe ortodoxa y, bajo el emperador Juliano el Apóstata, fue perseguido.

¡Qué peñazo… otra vez Navidad!

Una conocida película de Walt Disney tiene por protagonistas a tres patitos. Con ilusión viven los preparativos de la Navidad. Por fin llega el esperado día; cada detalle es motivo para que disfruten «como niños». Cuando llega la noche, con la desilusión del goloso que ve acercarse el final de su pastel, se entristecen y, ya metidos en la cama, comentan compungidos lo maravillosa que sería la vida si todos los días fuesen Navidad. Su sorpresa es grande la mañana siguiente: su deseo se ha realizado: ¡de nuevo es Navidad! La siguiente mañana, lo mismo. Y la siguiente, la siguiente y la siguiente a la siguiente… Disfrutan y disfrutan un día y otro. Pero no hacen falta muchos más para encontrar a los pequeños patitos en uno de esos tediosos despertares: sentados al pie de sus camas, con cara de aburrimiento, ven horrorizados que de nuevo les espera otro día de Navidad:

¡Oh, qué peñazo… otra vez Navidad!

Era de suponer. Es que ser Reina por un día… a cualquiera puede gustarle; serlo todos los días… es otro cantar. Si imaginamos cómo viviríamos un solo día de nuestra vida, si solo fuese uno… Seguramente valoraríamos cada detalle. Tener manos no es ninguna tontería; y el matutino café con leche calentito, que se toma charlando con la mujer o con el amigo; y ese árbol; y el beso de un hijo o de un padre, y…

Tengo la suerte de conservar la entrevista que hicieron en la radio a Javier Mahillo —de estudiantes, éramos compañeros en la Facultad de Filosofía—, padre de cuatro niños. La entrevista se la hacen a propósito del cáncer que padecía: los médicos le dieron seis meses de vida, y se cumplió el pronóstico. Es el testimonio de alguien que redescubre el valor de lo dado:

«Sí, pero cuando no tienes la cuenta del tiempo que te queda, se te va más; o sea, un estudiante que dice: “Bueno… el examen será un día del mes, no sé cuándo; bueno, pues ya iremos estudiando…” Pero cuando dicen: “es pasado mañana”, ya controla el tiempo y dice: “me quedan dos mañanas y dos tardes, y tantas horas, y tal”; y entonces aprovecha más.

»Como a mí el tiempo ya me escasea, lo estoy aprovechando más que antes —también porque me he quitado el dolor, ¡desde luego!—, pero lo estoy disfrutando porque… no sabes, Víctor, la diferencia entre vivir pensando que la vida es muy larga —vete a saber qué es lo que me pasará, vete ahorrando para el futuro…—, y vivir sabiendo que me quedan seis meses, y que tengo ya un pie en el cielo, y que tengo un billete ya y que está a mi nombre y que no lo voy a cambiar con nadie. (…)

»Disfruto de la primavera tan bonita que tenemos en Mallorca. Y después el café con leche, y la tostada de mantequilla, y disfruto de mis hijos como nunca he disfrutado.

»—¿Las cosas cotidianas adquieren un nuevo sentido? —pregunta el periodista.

»—Una maravilla; si echáramos cuenta, al cabo del día descubriríamos que hay cincuenta, sesenta, ochenta ocasiones en las que es para decir: ¡Qué gustazo!, ¡qué bien me lo estoy pasando! Lo que pasa es que normalmente las dejamos pasar, porque nos quedamos solamente en lo malo: “es que luego tengo una reunión, es que mañana tengo un examen, es que mi hijo no sé qué…”, y entonces lo malo nos oculta lo bueno. Pero momentos buenos del día… ¡tenemos cincuentamil!»

Acostumbrarnos a lo normal, a lo que es habitual, equivale a maltratarlo.

La enorme capacidad de acostumbramiento que tenemos los hombres adormece el amor. Ante algo que se nos da —pongamos por caso un desayuno, un beso o un saludo, el de esta mañana—, es posible reaccionar pensando: «Es lo que tenía que hacer; ¿qué tiene de especial, si está obligado a comportarse así?; era lo que yo esperaba, pues es lo habitual entre nosotros; ¡sólo faltaba que no me diese un beso…!» Pero también se puede reaccionar de esta otra forma: «¡Qué buena persona, que me ha dado esto! ¡Cuánto me quiere! Pudiendo haber estado en otra cosa, me ha tenido presente… No tenía por qué prepararme el desayuno, pero lo ha hecho porque le ha dado la gana…» Es muy distinto ver las cosas de un modo u otro. La primera reacción deforma, es injusta y nos hace difícil amar; trivializa el don e impide el agradecimiento. Es preciso combatirla.

Aunque lo que se nos da sea muy pequeño, no debemos ser indiferentes. Agradecerlo todo. Tenemos que conseguir no caer en la indiferencia. No podemos acostumbrarnos a lo que nos dan, aunque sea pequeño. ¿Cómo?

Dar importancia a lo pequeño. Darnos cuenta de que hay alguien que, libremente, me da eso. Obligarse a recordar, una y otra vez, un día y otro, ante cada una de las realidades y acontecimientos: «Esto me ha sido dado libremente.»

Ése es el riesgo: olvidarnos de que todo lo hemos recibido. Nos hacemos engreídos y cretinos cuando lo olvidamos.

Gracias, Señor, por todo. Y gracias por el corazón capaz de bondad que has dado a los hombres y mujeres de los que también recibo tanto. Gracias, y no permitas que me haga cretino ni engreído. Gracias por tu resurrección, gracias por la vida nueva que nos das, gracias porque todo nos lo das porque te da la gana, en un acto de tu formidable libertad. Que no me acostumbre a nada. Que disfrute y agradezca las cincuenta mil cosas pequeñas de cada día.

Ahora te toca a ti hablar a Dios con tus palabras, comentándole lo leído o lo que quieras. Date cuenta de que te escucha… ¡como sólo él sabe escuchar!

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