Santos Fundadores de los Siervos de Santa María Virgen. Siglo XIV.

Bonfilio, Bartolomé, Juan, Benito, Gerardino, Ricovero y Alejo fueron los siete florentinos reunidos por María, a modo de siete estrellas. Predicaron por la región toscana y fundaron la Orden de los Servitas.

El útero

En todas las iglesias hay una pila bautismal. Los primeros cristianos comparaban la pila bautismal al seno de la Iglesia, al útero donde somos concebidos los cristianos. Por ejemplo, san Agustín decía a unos catecúmenos –personas que estaban preparándose para recibir el bautismo: «Ahora, aunque no habéis nacido, habéis sido ya concebidos… como en la matriz de la Iglesia que os alumbrará en la fuente [bautismal]» (Sermón 56, 5).

En la antigüedad, el rito del bautismo era por inmersión de la persona en el agua. Cuando un individuo entra en el agua bautismal está volviendo a entrar en el útero, y cuando sale es como si hubiera vuelto a nacer. Es decir, al sumergirse en el agua está poniéndose en el estado de alguien que no ha nacido aún, y se somete a la acción de Dios.

Por eso, en el diálogo del sacerdote con los padres del niño que quieren bautizar, la pregunta de «¿Qué nombre queréis ponerle?» tiene un gran significado: el yo del individuo se anula, y se quiere reemplazar para empezar una vida nueva. Poner un nombre significa renacer.

Jesús dijo a Nicodemo que es necesario nacer de nuevo. Éste le pregunta: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Juan 3, 4). La respuesta es que sí: se puede entrar en el seno de la madre iglesia para que nos dé a luz a la vida nueva, a la vida de Dios. Nacemos en Cristo, unidos a Cristo, vitalizados con el Espíritu de Cristo. Y así, hijos de Dios.

El bautismo es algo sencillo pero con un efecto magnífico, porque Dios actúa, el Espíritu Santo transforma al bautizado. San Pablo, buscando formas de decir lo que le ocurre al bautizado, dice que somos «vestidos de Cristo»(Gálatas 3, 27), que es como una nueva ropa que viste al alma. Pero no como se viste el actor de teatro, que se disfraza, sino como se viste el sacerdote en el altar, por medio del cual habla y actúa Cristo. También lo explica con imágenes como que el cristiano es un hombre nuevo que ha cambiado de residencia, se le ha dado un nuevo ser, se ha desplazado hacia Cristo (Efesios 2, 6).

Me decía una monja a la que estaba ayudando en la atención a unos enfermos de sida, en un momento en el que uno estaba pesadísimo con todo tipo de exigencias y provocando con gamberradas: «Padre, rece por mí, que tenga paciencia, porque ellos tienen que descubrir la paciencia de Dios a través de mi paciencia.» Eso es. Tenemos la vida de Dios, de un Dios que es amor. Vivir como hijo de Dios significa vivir dejando que el amor de Dios actúe a través de nosotros, que llegue a todos por medio de mi amor. Así hacemos bueno al mundo: amando a todos y siempre, contaminando de amor lo que tocamos y los ambientes en los que estamos.

Gracias, Señor, por el Bautismo. Gracias porque he sido concebido de nuevo en la iglesia. Quiero vivir de acuerdo a la nueva vida que me has dado: que haga el bien, que viva en la luz, que tu amor crezca en mí, que lo lleve a todas las personas con las que trato.

Es el momento de hablarle con tus palabras lo leído, y de agradecerle el bautismo. Mira con él si contaminas de amor… o no.

 

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