San Pedro de Dama, Sacerdote, Siglo VIII.

Luchó contra el Islam, por lo que el califa Walid le cortó la lengua y ordenó que fuese desterrado a Arabia. A pesar de su mudez, continuó predicando el cristianismo.

La huella dactilar

La policía sabe que el mejor medio que tiene para identificar a una persona es la huella dactilar. Hay tantas huellas dactilares como personas, y no hay dos iguales. Nadie se la puede apropiar: es tuya y además inconfundible. Gente con el mismo pelo, nombre, estudios… puede haber muchos, pero ninguno tendrá la misma huella dactilar.

También nuestra alma tiene una huella dactilar: cuando somos bautizados, Dios deja una marca que me hace su hijo, irrepetible, único y resulta duro decir que Dios tenga necesidad de algo, pero así es- imprescindible.

Algunos piensan que el pecado mortal nos separa totalmente de Dios, como si esos pecados nos convirtiesen en seres ajenos al buen Padre Dios. No es así. La huella dactilar de Dios en nosotros no hay fuego que la pueda borrar. Conviene no olvidar lo que dice san Juan de la Cruz: «Grande contento es para el alma entender que nunca Dios falta del alma, aunque esté en pecado mortal, y cuánto más en la que está en gracia.»

El hijo pródigo deja el hogar. Dejar el hogar no es abandonar un lugar, sino negar la realidad espiritual de que pertenezco a Dios, negar que él es mi Padre, que me tiene grabado en la palma de sus manos y que me ha marcado como hijo único. Dejar el hogar es pasar de él y decirle «no te preocupes por mí, que mi vida me la organizo yo solito».

Pues bien, aunque el hijo abandone el hogar, el padre no abandona al hijo: cada día mira al horizonte por si vuelve. «En este trueque de amor, no es mi falta sino tu abundancia lo que me asusta, Señor». Que no nos asustemos por nuestras faltas; o mejor, que no pensemos que él se asusta de nuestros pecados.

«Grande contento es para el alma entender que nunca Dios falta del alma, aunque esté en pecado mortal, y cuánto más en la que está en gracia.» Es más. Aunque uno acuda a Dios como último recurso, porque le ha fallado todo lo demás, aunque le trate de segundo plato o de postre, a Dios no le importa… con tal de que volvamos.

Me decía un chico que cuando miraba un sagrario le resultaba inevitable ver a Jesús como con los brazos cruzados, mirándole con gesto de cansancio mientras le decía: «Bueno, qué? A ver qué haces, no? Ya te vale.» Me decía que por eso le costaba entrar en la iglesia, y cuando lo hacía, evitaba mirar al sagrario. Tuve que decirle que su imagen estaba muy lejos de la que Jesús nos transmitió: le recomendé que leyera despacio, de nuevo, la parábola del hijo pródigo. Considerarse indigno de Dios, ajeno, alguien de quien Dios estará harto, es lo más contrario a lo que Jesús nos ha enseñado.

Aunque yo me vaya lejos, Señor, tú continúas a mi lado. Nada de lo que pueda hacer borra la huella que tú has impreso en mí. Siempre seré tu hijo amado. En el bautismo de Jesús se oyó del cielo una gran voz: «Éste es mi hijo amado.» Lo mismo dijiste en mi bautismo. Lo sé, pero repítemelo, Padre, cada día: «Tú eres mi hijo amado.» Te pido que los cristianos que se encuentren en pecado mortal, que ninguno se sienta abandonado de ti: que sepan que ni aun así tú faltas en su alma.

Ahora puedes comentar con Él esta parábola, y no te canses de agradecerle que te haya hecho su hijo.

Ver todos Ver enero 2022