Santa Martina, Mártir. Siglo III.

Era hija de un noble romano y debido a su fe la condenaron a muerte. La devoción a la Santa se expandió en 1634, 1400 años después de su martirio, al hallar sus reliquias.

La alegría no es trabajo de chinos

Te transcribo un artículo que salió en la prensa hace unos años:

«Hacia 1990, a un sacerdote que había escapado a Filipinas huyendo de la persecución comunista, se le permitió volver a China para ver a su madre enferma. Nada más llegar, el jefe local del Partido le echó un sermoncito en público, recordándole que estaba prohibido cualquier trabajo sacerdotal.

»Pronto se le acercó alguien para citarle en una casa con un gran huerto, en las afueras del pueblo, al caer la tarde.

»A la hora fijada, el huerto estaba lleno de católicos. Le dijeron: “No hemos podido confesarnos en muchos años. Métase en la casa e iremos pasando de uno en uno. Hay una cama preparada. Si viene algún sospechoso le avisaremos, usted métase en la cama y ronque. Le diremos que estaba tan cansado del viaje que se ha acostado y estamos esperando a que despierte para saludarle.”

»Pasó horas oyendo confesiones. Uno de los penitentes fue el jefe del Partido, que se excusó: “Perdone, padre, por haberle tenido que regañar en público.”»

¡Imagínate la pena de aquellos pobres católicos al no poder confesarse durante años! ¡Cómo aprovechan la primera ocasión que se les presenta! Es difícil que nos hagamos una idea de lo que eso supone, pues nosotros pegamos una patada al aire y salen volando cinco sacerdotes… Tal vez por eso nos acostumbramos a las cosas más impresionantes, como es la confesión. ¿Alguna vez has sentido lo que significa que se te perdonen todos tus pecados y faltas? ¿Alguna vez lo has meditado?

¡La confesión debe ser el momento de mayor alegría de la semana! Eso es lo que respondió un cardenal muy santo cuando le preguntaron cuál era su momento favorito de la semana: «Cuando, después de haberme confesado, sé que Cristo me ha perdonado todo.»

Gracias, Señor, por haber querido la confesión. ¡Qué bien nos viene, oír con nuestros oídos, a través de tu iglesia —del sacerdote— que tú me dices: «Yo te absuelvo de tus pecados, yo te perdono, ¡vete en paz…!» Gracias, Señor. Si es verdad que a veces me cuesta confesarme, ayúdame a no fijarme en el esfuerzo mío sino en el amor tuyo. Y sí que puede estar bien que me proponga confesarme semanal o quincenalmente… ¿qué te parece?

Agradécele el perdón, y pídele que todos los cristianos descubramos la maravilla de la confesión. También al terminar el día es buen momento para pedirle perdón por el bien que has dejado de hacer, por el mal que hayas hecho.

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