Santa Águeda o Ágata (Gadea en castellano antiguo), Virgen y Mártir. Siglo III.

Siciliana joven y bella, de distinguida familia. Su rechazo al Senador Quintinianus le supuso un martirio constante hasta su muerte. Se le atribuye la salvación de Catania de la lava del Etna. Es patrona de Sicilia y protectora de las mujeres.

Marcelino pan y vino

¡Qué gran cuento! El primer día que sube Marcelino a hablar con el Cristo lo hace porque le han dado carne para comer y quiere ofrecerle un poco. Tras una breve espera, por fin Cristo mueve la cabeza, baja de la cruz, se acerca a la mesa y rompe el silencio:

«—¿No te da miedo?

»Pero Marcelino estaba pensando en otra cosa y, a su vez, dijo al Señor:

»—¡Tendrías frío la otra noche, la de la tormenta! —El Señor sonrió y preguntó de nuevo:

»—¿Es que no te doy miedo ninguno?

»—¡No! —repuso el chico, mirándole tranquilamente.

»—¿Sabes, pues, quién Soy? —interrogó el Señor.

»—¡Sí! —repuso Marcelino— ¡Eres Dios!»El Señor sentose entonces a la mesa y comenzó a comer la carne y el pan, después de partirlo de aquella manera que sólo Él sabe hacer. Marcelino, familiarmente, le puso entonces su mano sobre el hombro desnudo.

»—¿Tienes hambre? —preguntó.

»—¡Mucha! —repuso el Señor.

»Cuando Jesús terminó la carne y el pan, miró a Marcelino y le dijo:

»—Eres un buen niño y Yo te doy las gracias.

»Marcelino repuso vivamente:

»—Igual hago con Mochito [el gato] y con otros. Pero estaba pensando en otra cosa como antes y preguntó de nuevo:

»—Oye, tienes mucha sangre por la cara y en las manos y en los pies. ¿No te duelen tus heridas?

»El Señor volvió a sonreír. Y preguntó suavemente, poniéndole Él, a su vez, la mano sobre la cabeza:

»—¿Tú sabes quiénes me hicieron estas heridas?

»Marcelino parpadeó y repuso:

»—Sí. Te las hicieron los hombres malos.

»El Señor inclinó su cabeza y entonces Marcelino aprovechó la ocasión y, muy suavemente, le quitó la corona de espinas y la dejó sobre la mesa. El Señor le dejaba hacer, mirándole con un amor que Marcelino jamás había visto reflejado en mirada alguna. Y, repentinamente, Marcelino habló, señalándole a las heridas:

»—¿No te las podría curar yo? Hay un agua que pica que se da por encima y a mí se me curan todas.

»Jesús movió la cabeza.

»—Sí puedes; pero sólo siendo muy bueno.

»—Eso ya lo soy —dijo Marcelino, con presteza. Y, sin querer, pasaba sus dedos por las heridas del Señor y se manchaba un poco de sangre.

»—Oye —dijo el niño—: ¿y si yo te quitara los clavos de la cruz?

»—No podría sostenerme en ella —dijo entonces el Señor.

»Y entonces le preguntó a Marcelino si sabía bien su historia, y Marcelino le dijo que sí, pero que quería oírsela a Él mismo para saber si era verdad. Y Jesús le contó su historia.

»Al día siguiente fue de nuevo, y pronto le dijo Jesús:

»—Ayer te conté mi historia y tú aún no me has contado la tuya.

»Marcelino abrió mucho los ojos y miró al Señor con sorpresa.

»—Mi historia —dijo el niño— dura muy poco.

»Y se la contó».

No estaría mal que aprendiésemos del chaval del cuento que sólo poniéndonos en el lugar de Dios podremos relacionarnos con él y empezar a amarle. Marcelino empieza por ofrecerle lo que puede necesitar: dando a Cristo descubre a Cristo, y empieza una amistad. Quizá a muchos cristianos nos cuesta descubrir a Cristo porque no le damos, porque no nos ponemos en su lugar y no le ofrecemos lo que él necesita. Para descubrirle hay que empezar por darle y seguirle.

¿Qué necesitas de mí, Señor? ¿Cómo puedo quitarte la corona de espinas y los clavos? Tuyo soy, para ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí? ¿En qué puedo ayudarte? Cuéntame tu historia de nuevo, y yo te contaré la mía.

Y ahora sigue tú hablándole. Ésta es la parte más importante: cuéntale tu historia, ofrécele lo que tienes, y escucha lo que quiera decirte.

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