Santa Margarita María de Alacoque, Mística. 1647-1690.

Monja de la Orden de la Visitación de la Virgen María, en la región de Autun, en Francia, enriquecida con gracias místicas, trabajó mucho para propagar el culto al Sagrado Corazón de Jesús.

¡Hala, vamos a la verbena!

Copio un pasaje de Juegos de la edad tardía. Gregorio vive con su mujer, Angelines, y con su suegra viuda. Un día se le ocurre a Gregorio ir a la verbena. Con su mejor intención, para que se distraigan un poco, inocentemente lo propone. La suegra protesta:

—El mundo se está acabando y lo único que se te ocurre es ir a la verbena. ¡A la verbena, qué ocurrencia! Como si la vida fuese así: ¡hala, me voy a la verbena! Me pongo de punta en blanco y ¡hala, a la verbena! Hay terremotos en todo el mundo, enfermedades incurables, lobos con pieles de oveja, gente que en toda la noche no para de toser, y va uno y dice, ¡a la verbena!, ¡a montar en los caballitos!, ¡a comer churros!, ¡a beber cerveza y a atiborrarse de golosinas! Está una viuda y viene su yerno y, mire usted qué ocurrencia, ande, señora, vístase de fiesta, póngase las joyas, perfúmese, que nos vamos a la verbena. ¡A la verbena! ¡Vamos a la verbena! Como si no supiésemos lo que es la vida. ¡Péinese que nos vamos! Como si una pudiese, así como así, peinarse, como si una tuviese vestidos de película, rabos de zorro y pedrería, brocamantones y chales de diario. ¡Ah, es muy bonito eso! Uno terminará muriéndose y, mientras tanto, ¡hala, vamos a la verbena! Y si usted no tiene adornos que ponerse, ¡a la verbena igual! ¡A vivir que son dos días! Aunque sea de trapillo. ¡Que nos quiten lo bailao! Ahí tiene usted a mi marido, un héroe, y yo, viuda, matándome la vista. ¡Oh mundo ciego! El mundo es un valle de lágrimas. Está una en su cometido y vienen y te dicen, ¡cálcese que nos vamos! ¡Cálcese! Diez años van que no compro calzado. ¡Como si una anduviese con el coturno puesto para la mojiganga! ¡Ay, Gregorio, qué cruel eres a veces y qué simple! Pero, ¡qué atrevimiento! ¡A la máscara, señora, que hoy me siento rumboso! ¡Ay mundo, mundo! ¿Lo oyes, Angelina?

—Sí mamá.

—Y, puestos en el caso de ir a esta maldita verbena, a ver, ¿qué ropa me pondría?

—Mamá, el estampado no está mal.

—¿El estampado? ¡Lo que hay que oír!

—O el verde raso.

—¿El verde? ¿Para hacer el ridículo?

Resulta expresivo: protestar, protestar y protestar. Es una forma de la ira, un modo de impaciencia. Nosotros no habremos protestado airados por la invitación a una verbena, pero sí por cualquier cosa que no nos apetece. Entonces, como un loro, en voz alta o en voz baja, empezamos a protestar, a sacar todos los defectos al plan que nos proponen o a lo que tenemos que hacer. Todo son pegas, inconvenientes. Y amargamos al más pintado.

Contaban de aquel matrimonio que después de veinticinco años descubrió el marido que a su mujer no le gustaban los toros. De novios le pareció que le encantaban y siempre le había comprado entradas para ir juntos a la plaza. Ella pensaba que era a él a quien le gustaban, y siempre había aceptado la propuesta aparentando entusiasmo. Cada uno lo hacía por el otro. Cuando descubrieron que a ninguno de los dos les decía nada, se rieron a gusto y dejaron de ir. Me parece raro que esto haya ocurrido, pero no deja de ser una forma de ejemplificar lo grande que es ser capaz de la paciencia, de no protestar por nada, de ir a la verbena, a los toros o a lo que otros quieran… sin que se note la poca gracia que me hace ese plan.

Es importante que vayamos ejercitándonos en la paciencia: poco a poco podemos crecer mucho. Es importante pues, como dice la Escritura, «hagámonos recomendables a Dios por nuestra paciencia».

¿Tengo paciencia para hacer lo que a otros les gusta? ¿Protesto cuando tengo que hacer algo que no me gusta? ¿Sé sufrir con paciencia las aficiones y gustos de los demás? ¿Y sus defectos?

Dios mío, sin paciencia… se puede amar muy poquito. Con paciencia, es fácil hacer felices a los demás. Que sea fuerte, que no me queje, que no proteste, que sepa poner buena cara. Gracias. Ésa será una buena forma de morir a mí para dar vida a los demás en mí: así amaré más y mejor.

 

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole quizá tus quejas más frecuentes, o las veces que hoy has protestado por algo… Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final.

 

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