San Jenaro, Obispo y Mártir. Siglo III.

Obispo de Benevento, mártir en Puzzuoli, cerca de Nápoles, en tiempo de persecución contra la fe cristiana. Tal día como hoy, todos los años, se produce la licuefacción de la sangre del mártir.

Eric Clapton, Severo Ochoa y el primer mandamiento

Eric Clapton, el mítico guitarrista, cantante y compositor, habla en una entrevista de sus experiencias profundas y de sus primeros éxitos:

«Fue abrumador. Con 22 años era como un millonario. Tenía todo lo que pensaba que había que tener para ser feliz: una casa, una novia preciosa, una carrera, dinero, un montón de gente que me admiraba. Pero no me sentía feliz, y eso me confundía, porque significaba que todo lo que me habían dicho hasta entonces era mentira. Sigue siendo así. La publicidad te dice que si tienes este coche, esto, lo otro, un montón de cosas materiales, incluso una mujer bella, una familia, hijos, serás feliz. Es mentira. La felicidad viene, por lo que ahora he comprendido, de entenderte a ti mismo, de saber quién eres, de quererte y sentirte cómodo con tu propia existencia. Pero cuando era joven no lo sabía. De hecho, me ha costado toda la vida aprenderlo.»

Clapton tiene razón. Lo que necesitamos para ser felices es saber quiénes somos. Necesitamos saber que alguien nos ama, y que nos ama completamente. Pero, para ser amados de manera que nos haga felices, hemos de dejar que nos amen, y dejamos que nos amen cuando amamos. Ésta es la razón del primero de los mandamientos: Amarás a Dios sobre todas las cosas. Es una necesidad: amar a Dios como él merece, y así recibir el amor infinito que él quiere darnos. El primer mandamiento recoge la primera necesidad nuestra para ser felices. ¡Cuánta razón tenía Eric Clapton!

Tenía razón también Ochoa, el prestigioso científico galardonado con el Premio Nobel por sus conocimientos e investigaciones. El día 2 de noviembre de 1993 moría. A los dos días, el 4 de noviembre, un diario publicaba este artículo de Pilar Urbano bajo el título de «Una insólita confesión de Severo Ochoa»:

«Iba por esos aeropuertos y por esas carreteras y por esas estancias alfombradas, con la mirada perdida, como un suicida in péctore. Quería morirse. Lo decía. A mí, desde luego, me lo dijo. Que sin ella, sin Carmen, la vida le era desabrida. Y, golpeándose las costillas a la altura del corazón: “¿por qué no se me rajará éste, cualquier noche, estando yo dormido?” Se extrañaba ante el misterio de su duración. Igual que Tarradellas y Dalí y Dolores Ibarruri y Enrique Tierno Galván y Don Juan de Borbón… que, como él, vivían ya desarraigados.

»Sin embargo, ha estado valiente. Le ha echado coraje a su sobredosis de soledad y a la orfandad de amor y a la abulia infinita que le subía por las piernas hasta lamerle el pecho. Ha resistido, entero, como un hombre, hasta que el Capitán tocó el silbato y dijo que era la hora de zarpar.

»No quiero ir al archivo, ni fuchicar los papeles. Tengo bien espabilado el recuerdo. Fue una tarde muy larga, en su casa, en Madrid. Sonaba Schumann. Hablábamos de todo. Me enseñaba fotos. Me invitaba ¡a yogur! Yo le hacía preguntas y preguntas. En éstas, llegamos a las “fronteras éticas de la ciencia”.

»Me dijo que él se hubiera negado a fabricar la bomba atómica. Quise saber, “supongamos, profesor Ochoa, ¿intervendría en el proyecto centauro?” Alzó el supuesto de una manipulación genética: esperma de caballo, fecundando un óvulo de mujer. Se echó a reír. “Je, je, je… Sería muy divertido. Un hombre, galopando a la velocidad de un caballo…” Le completé la estampa: “Un caballo, de frac, tocando el violín… Schumann”.

»“El público arrebatado. Y, de pronto, el violinista centauro, de pie en el escenario, cagando boñigas.” Lo reconozco, fue un golpe de efecto. Se me puso muy serio, muy serio. Y, a partir de ese momento, no sé bien por qué, comenzó a reclinar la altivez profesoral, el pavonado científico, la suficiencia de personaje supremo. Se enfrascó en su segundo yogur.

»Yo, entonces, empecé a preguntarle cosas más “abstractas”: ¿por qué es la vida? ¿cuál es el origen? ¿qué es la muerte? ¿qué hay después? ¿sabe usted dónde está el amor de su esposa? ¿me podría explicar sobre una pizarra por qué, al atardecer, se pone usted tan triste? Severo Ochoa escuchaba. Pensaba un rato. Después, por sus carnosos labios dejaba caer un lacónico “no lo sé”. Y así, entre “no lo sé” y “no lo sé”, pasamos un lago rato. Al fin, se puso en pie, altísimo como era. Dio una vuelta por la sala. Volvió. Me miró desde arriba, en contrapicado. Y soltó su tremenda confesión: “No tengo ni una sola respuesta para nada de lo que de verdad me interesa. Puedes escribir bien grande que te he dicho que soy un extraño sabio… un sabio que no sabe nada.’”

Gracias, Dios mío. Quiero amarte sobre todas las cosas. Necesito amarte. De momento, no estoy seguro de amarte más que a nada y que a nadie, pero lo deseo. No me desanimaré cuando compruebe que te amo poco, pero no dejaré de desearlo y de pedírtelo. Santa María, ayúdame.

Comenta con él lo leído, y agradécele… y desea…

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