Santo Tomás de Cori, Presbítero franciscano. 1655-1729.

Destaca por su vida austera y por la predicación. Iniciador de los retiros. Copatrono de Roma.

¡Un San Pablo en el metro!

La primera carta que escribe san Pablo la dirige a los cristianos de Tesalónica, una ciudad en la que había vivido durante unos meses, y en la que muchos paganos se habían convertido al Camino —así llamaban al cristianismo—. De allí se fue a Corinto. Tenía noticias de los tesalonicenses, por los que rezaba a diario y a los que recordaba continuamente. Toda la primera parte de la carta rebosa cariño. Entre otras cosas, les dice esto: «Os hemos evangelizado con la Palabra, con la fuerza del Espíritu Santo, con convicción».

¡Qué buen resumen! Todos somos apóstoles, y este maestro de apóstoles señala las tres cosas que resultan indispensables para quien quiera que otros descubran la felicidad en Cristo:

1. la Palabra,

2. Espíritu Santo y

3. convicción.

Viniendo de quien viene, no podemos pasarlo por alto.

Quizá no es lo nuestro convertirnos en otro pilar de la Iglesia Universal como san Pablo, pero sí podemos convertirnos en el san Pablo de Vallecas, de Mirasierra, de Baracaldo, de Chamberí, de mi calle, de mi casa, de mi grupo de amigos, de mi complejo urbanístico…

Sigamos su consejo: Palabra, Espíritu Santo y convicción. Me gustaría subrayar el tercer elemento: convicción. No es que sea el más importante de los tres, pero te sugiero que pienses si hablas de él y actúas con convicción. ¡Hablar y actuar con convicción! Los demás necesitan encontrar en nosotros convicción.

¿A quién has oído hablar con convicción? Convicción no es intransigencia, gritar, amenazar o sentirse superior. Es otra cosa. La convicción es la fuerza que da a las palabras la propia vida, la energía que acompaña a quien dice lo que se cree y de algún modo experimenta, la pasión del que sabe que no da igual una cosa que otra, del que habla porque le quiere al otro y quiere a Dios…

Vale la pena que vivamos como apóstoles. Teresa de Calcuta lo ejemplifica así: «Cada uno de nosotros somos un instrumento pobre. Si observas la composición de un electrodoméstico, encontrarás un ensamblaje de hilos grandes y pequeños, nuevos y gastados, caros y baratos. Si la corriente eléctrica no pasa a través de todo ello, no habrá luz. Estos hilos somos tú y yo. Dios es la corriente. Tenemos poder para dejar pasar la corriente a través de nosotros, dejarnos utilizar por Dios, dejar que se produzca luz en el mundo… o bien rehusar ser instrumentos y dejar que las tinieblas se extiendan.» Vamos a dejarnos utilizar por Dios, pero para que nos utilice mejor… hagamos las cosas con convicción.

Señor, te pido por intercesión de san Pablo que hable a los demás de ti, que confíe en el trabajo que el Espíritu Santo puede hacer y hace en el alma de mis amigos y familiares, y que actúe con convicción, sin miedo a parecer convencido, contento, firme, contundente, confiado… Quiero que pase la corriente a través de mí.

Pregúntale si te ve con convicción, si transmites y contagias a los demás. Si no es así, convéncele de que te de esa convicción.

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