San Calixto I, XVI Papa. Siglos II-III.

Nació como esclavo en una familia de origen griego. Tras su liberación, alrededor del año 190 llega a convertirse en el secretario del Papa Ceferino. Fue el primer papa, después de san Pedro, que figura como mártir en el Martirologio romano más antiguo que se conoce.

… con ésta van diecisiete

Así explicaba el buen cura de Ars la necesidad de ser sinceros en la confesión de los propios pecados: «Hay quienes profanan el sacramento careciendo de sinceridad. Habrán escondido pecados mortales, hace diez, veinte años. Siempre están atormentados; siempre su pecado está presente en su mente; siempre tienen el pensamiento de decirlo, y nunca lo hacen… ¡es un infierno! Cuando habéis hecho una buena confesión, habéis encadenado al demonio. Los pecados que escondemos reaparecerán todos. Para esconderlos bien, hay que confesarlos bien.» No quería que desaprovechásemos las ocasiones que tenemos de confesarnos: «Si los pobres condenados tuvieran el tiempo que nosotros perdemos, qué buen uso harían de él. ¡Si tuviesen sólo media hora, esta media hora vaciaría el infierno!»

Este gran santo fue un auténtico maestro de la lucha contra la ira. O dicho de otro modo, luchó por la virtud de la paciencia… sin concederse descanso.

Durante treinta años, muchísimos peregrinos desfilaban hacia la vieja iglesia de Ars, cuyas baldosas, bajo las plantas de los visitantes, se fueron gastando. En ocasiones en las que podía haber cincuenta personas esperando confesarse, le llamaban a la sacristía para cualquier cosa, y nunca se alteraba. Un día, por ejemplo, en poco tiempo le sacaron del confesionario tres veces para que diese la comunión a tres personas, que fácilmente podrían haber comulgado a la vez esperándose un poco. El Cura, sin quejas ni advertencias, con buena cara, les daba de comulgar. Un testigo que estaba allí, salió de la iglesia y enfadado gritó: «Estoy encolerizado por culpa del cura… ¡que no se enfada nunca!»

En una ocasión en la que ocurrió algo en la residencia de niños huérfanos que había fundado —la llamó La Providencia—, ante algo que le disgustó mucho mucho mucho, comentó: «Si no fuese porque quiero convertirme, me enfadaría de veras.» Lo dijo con gran serenidad, comenta Juana-María Chanay.

Eran vencimientos en cosas pequeñas que, hechos un día y otro, terminaron por darle una gran virtud. Hay un hecho que me impactó con fuerza cuando lo leí. Para entenderlo bien, quizá sea necesario ser sacerdote y haber trabajado con niños. Recuerdo que una de las «pesadeces» es cuando toca padecer esa temporada que algunos niños pasan y que podríamos llamar «fiebre por las estampitas». Puede parecer una tontería, pero no es así. Cuando un día un niño te pide una estampita te hace gracia, le das una palmadita o le revuelves el pelo, y se la das con unas palabritas cariñosas. La segunda vez sin palabritas; la tercera, sin palmadita… y no hacen falta muchas más veces para acabar por decirle que a qué se dedica, que te deje trabajar, que las estampitas no son para coleccionar… o yo qué sé. Ésta es mi experiencia. Pues bien: una niña que fue a pasar tres días a Ars no dejaba de pedirle medallitas; el cura siempre le respondía con cariño. El tercer día, al darle todavía otra medalla más, le observó con cariño: «Pequeña, con ésta van diecisiete.» Muchas veces he pensado que sólo con este hecho queda demostrada la santidad del cura de Ars.

¡Paciencia! ¡Es necesaria la paciencia! Callarse un enfado, no descargar la rabia interior sobre otro, sonreír cuando estamos de mal humor, no echar en cara al otro las cosas que me han molestado, no decir lo que se me viene a la cabeza sobre la marcha contra otro, sufrir con buena cara la inoportunidad o pesadez de otros… todo eso supone un esfuerzo grande. Tenemos que conseguirlo, tenemos que luchar… aunque acabemos agotados por el dominio que nos hemos impuesto en algo aparentemente ridículo.

Cuando se nos ha pasado el enfado, lo que tengamos que decir lo decimos, pero… solo cuando ya tengamos paz. De otra manera, herimos a los otros, tenemos que desenfadarnos, nos arrepentimos de ciertas cosas dichas… y somos como un caballo sin doma. Luchar por la paciencia es domarse.

Señor, contra la ira, paciencia. ¿Me dejo llevar por los enfados? ¿Los domino? ¿Soy capaz de callarme en ocasiones, o me disparo como una metralleta, con ráfagas de disparos en los que muere hasta el apuntador? Dame, por favor, la virtud de la paciencia.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final.

 

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