San Bernardino, sacerdote. 1530-1616

Fue nombrado patrono celestial de Lecce (Italia) antes de morir. Se entregó al cuidado pastoral de los presos y de los enfermos, y al ministerio de la palabra y del sacramento de la penitencia.

¡Que sea fácil amarme es una virtud!

Algunos tienen un montón de amigos, otros a duras penas encuentran uno. Algunos intiman enseguida, otros tardan años. Algunos sintonizan y se encariñan con un encuentro más o menos breve, otros necesitan meses o años de mucho roce y no está claro que lleguen a conectar. Hay una virtud que tiene mucho que ver en todo esto: la amabilidad. La amabilidad es la virtud que nos hace amables, nos convierte en personas fáciles de amar.

¿Rasgos de la amabilidad? Son un montón. Sonreír, ser positivo, que el trato sea agradable, tener educación, ser respetuoso y delicado, mirar a los ojos mientras se habla, prestar atención, mostrarse con sencillez como uno es, poner interés en lo que cuenta el otro, tener buen humor, ir limpio, arreglarse, tener y manifestar ilusión, hablar de manera expresiva, ser fuerte… son mil pequeñeces a las que mueve la amabilidad. No es resultado del marketing, no es una estrategia para caer bien… sino el deseo esforzado por hacer feliz al otro con ocasión del trato que tiene conmigo.

Te voy a copiar el caso de alguien poco amable por negativo. No lo resumo, pues viniendo de tan buena pluma, compensa copiarlo al pie de la letra. La novela es Las uvas de la ira. Dos protagonistas, Al y Tom, se dirigen con toda la familia hacia California. Se les estropea el camión y buscan un desguace para adquirir la pieza que precisan.

«El camión se acercó a la estación de servicio. Allí, al costado derecho del camión había un cementerio de automóviles. Un espacio de un acre rodeado por una alta cerca de alambre de púas (…)

Al, uno de los hermanos, guió el camión sobre el suelo cubierto de aceite y grasa hasta llegar a la puerta del cobertizo. Tom bajó y miró en torno suyo, y atisbó hacia el cobertizo envuelto en sombras.

—No veo a nadie —dijo, y gritó—: ¿Hay alguien aquí?

»—Puede que tengan un Dodge del veinticinco.

Tras el cobertizo se escuchó el golpear de una puerta. A través del oscuro cobertizo se acercó el espectro de un hombre. Delgado, sucio, de piel aceitosa adherida a los fuertes músculos. Le faltaba un ojo, y la cuenca viva, descubierta, mostraba los nervios del ojo cuando movía el que tenía bueno. Su pantalón y su camisa eran de tela gruesa, y brillaban de sucios; la piel de sus manos estaba sucia, agrietada y llena de cortes. El labio inferior, grueso y pesado, caía dando a su rostro una impresión de idiotez.

Tom preguntó:

—¿Es usted el dueño?

Le miró con el único ojo.

—Soy empleado del dueño —dijo, con acento sombrío—: ¿Qué quiere?

—¿Tienen algún Dodge del veinticinco, medio desarmado? Necesitamos una biela.

—No sé. Si el patrón estuviese aquí podría decírselo…, pero no está aquí. Se ha ido a su casa.

—¿Podemos echar un vistazo?

—El hombre se sonó la nariz en la palma de la mano y luego se limpió la misma con los pantalones.

—¿Ustedes son de aquí?

—Venimos del Este…, vamos a California.

—Echen un vistazo, entonces. ¡Y quemen este maldito sitio, si quieren!…¡Para lo que me importa!

—Parece que usted no quiere mucho a su patrón.

El hombre se les acercó tambaleándose, con su único ojo llameando.

—Le odio —dijo suavemente—. Ahora se ha ido a su casa. Se ha ido a su casa…, a su hogar.

Las palabras salían vacilantes de su boca.

—Tiene un modo…, tiene un modo especial de agarrarla con un tipo y destrozarlo. ¡El…, el malvado! Tiene una hija de diecinueve años muy hermosa. Me dice: “¿Te gustaría casarte con ella?” Me dice eso a mí precisamente. Y esta noche… me dijo: “Hay un baile… ¿Te gustaría ir?” ¡A mí, me lo dice a mí!

Las lágrimas fluyeron de su ojo bueno y por la cuenca del ojo vacío.

—Algún día, por Dios…, me voy a meter una llave inglesa en el bolsillo. Cuando me dice esas cosas me mira el ojo. Y voy a.., voy a arrancarle la cabeza con la llave, poco a poco.

Jadeó enfurecido.

—¡Pedazo por pedazo, se la separaré del cuello!

El sol desapareció detrás de las montañas. Al miró en el “cementerio” de coches destrozados.

—¡Allí, Tom, mira! Ese de allí parece del veinticinco o del veintiséis.

Tom se volvió al tuerto.

—¿Nos permite echar un vistazo?

—¡Caramba, sí! Y llévense lo que se les antoje. (…)

El tuerto se quedó junto a ellos.

—Los ayudaré, si quieren —dijo—. ¿Saben lo que hizo ese hijo de perra? Vino por aquí con un pantalón blanco. Y me dijo: “Ven, vamos a mi yate”. ¡Por Dios, algún día le daré una tunda!

Respiró difícilmente.

—No he salido con una mujer —prosiguió— desde que perdí el ojo. ¡Y me dice esas cosas!

Y gruesas lágrimas hicieron surcos en su rostro cubierto de tierra.

Tom dijo, impaciente.

—¿Y por qué no se va de aquí? No hay guardias que lo sujeten.

—Sí, eso es fácil decirlo. No es tan fácil encontrar trabajo… para un hombre que sólo tiene un ojo.

Tom se volvió hacia él.

—Un momento amigo, escuche: usted tiene ese ojo abierto de par en par. Y usted está sucio, hediondo. Toda la culpa es suya. Es porque usted lo quiere. Usted mismo se envilece. Claro que no puede encontrar una mujer con ese ojo que le anda saltando. Tápeselo con algo y lávese la cara. Después de todo, usted no hace daño a nadie.

—Créame, un tuerto tropieza con muchas dificultades —dijo el hombre—. No puede ver las cosas como las ven los demás. No puede saber a qué distancia está una cosa. Lo ve todo plano.

Tom dijo:

—Usted es un imbécil. Yo conocí una vez una prostituta que sólo tenía una pierna. ¿Y cree usted que se sentía inferior? ¡No, por Dios! Decía ella que traía suerte. Y en…, en un sitio que estuve, conocí a un jorobado. Vivía exclusivamente de dejar que le tocasen la giba para dar suerte. ¡Ya ve, y todo lo que le sucede a usted es que tiene un ojo menos!

El hombre dijo, vacilante:

—Bueno… pero, ¡Caramba! Usted ve que todos se le apartan, y comienza a sentirse mal.

—Tápeselo entonces, ¡maldita sea! Lo anda mostrando a todo el mundo. A usted le gusta atormentarse. A usted no le sucede nada de particular. Cómprese unos pantalones blancos. Apostaría a que usted se emborracha y luego se mete en la cama a llorar… ¿Necesitas que te ayude, Al?

—No —respondió Al—. Ya aflojé este cojinete. Estoy tratando de sacar el émbolo.

—Cuida de no darte un golpe —dijo Tom.

El tuerto dijo suavemente:

—¿Cree que… pueda gustar a alguien?

Por supuesto —dijo Tom.

—¿Adónde van ustedes, amigos?

—A California. Toda la familia. Vamos allí a trabajar.

 (…)

Le entregó el dinero.

—Gracias. Y tápese ese maldito ojo».

El novelista busca imágenes fuertes. Todos somos libres de amargarnos la vida o no. Motivos para hundirnos en nuestra existencia los tenemos siempre… ¡o nunca!: depende de nosotros.

«Usted es un imbécil», le dice Tom al tuerto. «Toda la culpa es suya. Es porque usted lo quiere. Usted mismo se envilece.» Ya hablamos en otra ocasión de estar de acuerdo en ser el que soy, y de abrazar y besar mi vida en las circunstancias en que me ha sido dada por Dios. A esto ayuda el sentido positivo, el optimismo… virtudes humanas a desarrollar.

Al día siguiente de escribir estas líneas, me encontré con este texto de san Pablo. Fíjate que es una lista de diez cualidades, que se corresponden bastante bien con los rasgos que he enumerado más arriba. ¡Me ha sorprendido! Escribe así a los cristianos de Roma (12, 9-12):

«Que vuestra caridad no sea una farsa (1);

aborreced lo malo (2)

y apegaos a lo bueno (3).

Como buenos hermanos, sed cariñosos unos con otros (4),

estimando a los demás más que a uno mismo (5).

En la actividad, no seáis descuidados (6);

en el espíritu, manteneos ardientes (7).

Servid constantemente (8) en el Señor.

Que la esperanza os tenga alegres (9);

estad firmes en la tribulación (10)…»

Así se entiende que los cristianos vivamos como algo natural la amabilidad, y como en todo, lo hacemos de la mano de Jesucristo que es nuestro maestro amable. Por eso termina san Pablo con «sed asiduos en la oración».

Jesús, que la familia de Dios conservemos siempre este estilo tuyo de la amabilidad. En la oración hablaré contigo de estas cosas: si soy asiduo en la oración, tú me irás enseñando a ser amable cada día en cosas concretas.

Puedes repasar cada uno de los rasgos hablándolos con él. Pídele que te dé su estilo y ayuda en aquello que te hace menos amable. ¿Qué es?

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