San Pedro Chanel, Sacerdote y Mártir. Siglo XIX.

Oriundo de Francia, fue un misionero marista que predicó el Evangelio en las islas Fiji. Sin embargo, las antiguas generaciones de aborígenes no lo aprobaron y San Pedro Chanel se convirtió en el primer mártir de Oceanía.

Soltar amarras: ligero de equipaje

San Pablo nació en Tarso, una ciudad importante. En el año 171 antes de Cristo, el rey Antíoco Epífanes intentó helenizar el judaísmo: pretendió que la cultura griega fuese incorporada por los judíos. La consecuencia fue ésta: los judíos de Tarso, para defenderse de esta influencia, crearon una comunidad de raza muy cerrada, una colonia; tenían los mismos derechos que los griegos, pero así mantenían a salvo su identidad. De esta manera, formaron como un pequeño estado dentro de otro estado: eran judíos dentro de un estado griego.

En la antigüedad la comunidad de parentesco era sagrada e íntima. Nadie podía ser ciudadano de una ciudad sin estar vinculado a una estirpe, sin ser de una familia que estuviera arraigada en esa ciudad. Pablo tenía el orgullo de pertenecer a una de esas estirpes o familias judías de la importante ciudad de Tarso. Por eso, en sus cartas aprovecha para enviar saludos a miembros de su estirpe: Andrónico, Junia y Herodión…

Estos datos nos ayudan a entender lo que quiere decir san Pablo cuando escribe: «Nosotros, los cristianos, tenemos nuestra ciudadanía en el cielo»(Fil 3, 20). Con orgullo nos dice que estamos en el mundo como todos los demás hombres, pero que tenemos una familia, una estirpe que nos hace ciudadanos de otro lugar: somos ciudadanos del cielo. Pertenecemos a la familia de Dios, somos sus familiares, aunque vivamos en el mundo estamos ligados y ya vivimos en cierto modo en otro lugar: pisamos la tierra y nuestra cabeza está también en el cielo.

San Agustín escribió también un libro que titula La ciudad de Dios.

Una imagen que usamos con frecuencia los cristianos es la del Camino —así llamaban al principio al cristianismo—: somos caminantes, estamos de paso en la tierra, de paso hacia el cielo, de donde somos ya ciudadanos y lo seremos para siempre. Estamos de viaje, somos peregrinos, viatores…

Esta verdad no nos saca del mundo: lo amamos, disfrutamos de él porque es bueno y Dios nos ha creado para que seamos felices aquí en la tierra y luego en el cielo. Una oración de la misa pide a Dios: «La participación frecuente en esta eucaristía nos sea provechosa, Señor, para que disfrutemos de tus beneficios en la tierra y crezca nuestro conocimiento de los bienes del cielo.»

Disfrutar de esta vida, y crecer en el deseo y conocimiento de nuestra verdadera ciudad. ¡Qué bueno es, por eso, que soltemos amarras! Que no vivamos atados a cosas de esta tierra, que dispongamos de las cosas pero libres de ellas, que no pongamos aquí todas las esperanzas, que relativicemos todo lo que aquí nos pasa. Vivimos en este mundo pero sabemos que no somos de este mundo. Andar ligeros de equipaje.

Señor, que suelte amarras, que no viva como si la vida en la tierra fuese todo. Que ningún cristiano olvide que somos ciudadanos del cielo: que crezca nuestro conocimiento de los bienes del cielo, y que los demás vean en nuestra forma de vivir que nuestra ciudad definitiva no es ésta sino el cielo.

Ahora te toca a ti hablar a Dios con tus palabras, comentándole lo leído o lo que quieras.

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