San Jacinto de Polonia, Patrono de Polonia. Siglo XIII.

Lo nombraron canónigo en Cracovia, adonde llegó siendo dominico y misionero. Evangelizó Prusia y en Rusia fundó el primer monasterio occidental al realizar una curación milagrosa de la ceguera de la hija del príncipe Wladimiro.

Cuando las fiestas me enfadan

En la parábola del hijo pródigo, el hijo mayor está enfadado y no es capaz de compartir la alegría de la fiesta organizada por la vuelta de su hermano pequeño:

«Cuando volvía a casa del campo, oyó música y cantos. Sabía que había alegría en la casa. Enseguida empezó a sospechar. Una vez que la queja entra en nosotros, perdemos la espontaneidad hasta el punto de que ya ni siquiera la alegría evoca alegría en nosotros.»

La historia cuenta: «Llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba.» Aquí brota el miedo a que me hayan excluido otra vez, a que no me cuenten qué es lo que pasa, a quedarme al margen de las cosas. La queja surge de inmediato: «¿Por qué no se me informó?, ¿qué es todo esto?» El criado, lleno de expectación, confiado y deseando compartir la buena noticia, explica: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado al ternero cebado porque lo ha recobrado sano.» Pero este grito de alegría no puede ser bien recibido. En vez de alivio y gratitud, la alegría del criado surte el efecto contrario: «Él se enfadó y no quiso entrar.» Alegría y resentimiento no pueden coexistir. La música y los cantos, en vez de invitar a la alegría, se convierten en causa de mayor rechazo.

Recuerdo muy bien haber vivido situaciones parecidas. Una vez me sentía solo y le pedí a un amigo que saliera conmigo. Me contestó que no tenía tiempo, y, sin embargo, me lo encontré más tarde en la fiesta en casa de un amigo común. Al verme me dijo: «Ven, únete a nosotros, me alegro de verte.» Pero yo estaba tan enfadado por no haber sabido nada de la fiesta, que era incapaz de quedarme. Se despertaron en mi interior todas las quejas por no ser aceptado y querido y abandoné la habitación dando un portazo. Era incapaz de participar de la alegría que allí se respiraba. En un momento, la alegría de aquella habitación se había convertido en fuente de resentimiento.

Esta experiencia de ser incapaz de compartir la alegría es la experiencia de un corazón lleno de resentimiento. El hijo mayor no podía entrar en casa y compartir la alegría de su padre. Sus quejas le habían paralizado y dejaron que la oscuridad le envolviera.

Dios mío, ¿hay alegrías de otros que me dejan frío? ¿Hay alegrías que me fastidian? No permitas, Padre, que se paralice y se oscurezca mi corazón. ¿Estoy resentido por algo?

Y ahora sigue hablando con tu Padre-Dios de los resentimientos y quejas que padeces. Ésta es la parte más importante: cuéntale y escucha.

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