Santos Pablo Miki y compañeros, Mártires de Japón. Siglo XVI.

De una familia rica de Kyoto, perteneció a la Compañía de Jesús. Junto a otros 25 compañeros entre jesuitas, franciscanos, catequistas y laicos, fue crucificado por orden del emperador Toyotomi Hideyoshi.

El Padrenuestro que Jesús nos enseñó

La oración que nos enseñó Jesús es el Padrenuestro. En las siete peticiones de esta oración se encuentra todo lo que Dios quiere que le pidamos, o sea, lo que quiere que deseemos. No sé dónde me encontré con este otro padrenuestro que pongo con minúscula adrede, pues las siete peticiones han sido modificadas:

«Padre mío, que tienes que estar siempre a la escucha —en el cielo o donde sea— dispuesto a hacerme llegar cuanto te pida.

Quiero que todos hablen bien de mí: que sea honrado mi nombre.

Esto es lo que exijo: quiero mi pequeño reino aquí en la tierra, con todos los demás a mi servicio.

Quiero que se haga mi voluntad, tanto por parte tuya como de los demás.

Dame, Señor, no sólo pan, sino jamón y dulces, y una cuenta corriente bien repleta en el banco, para que no tenga que molestarme en pedirte un día y otro.

¡Ah, sí! perdona mis pecados. Es verdad que no me pesa demasiado haberlos cometido, y también es verdad que hay gente a quienes no se puede decir que los perdone,    ¡son tan antipáticos! De todos modos, perdóname, no quiero ir al infierno ni al purgatorio, ni a lugar alguno que se les parezca.

No me dejes caer en la tentación; pero Tú tranquilo si alguna vez me meto en ella solamente por probar.

¡Líbrame de la mala suerte! Esto es lo que quiero. Y si no me lo concedes pronto, perderé la fe. Amén.»

 

Resulta sorprendente esta «oración», pero ¿no es verdad que nuestro corazón y nuestras obras rezan más este padrenuestro que el Padrenuestro que Jesús nos enseñó?

Y para decirle bien esta oración, y todo lo que le decimos a Dios, nos enseña el salmo 87, 3: «Llegue hasta ti mi súplica; inclina tu oído a mi clamor, Señor.»

Como si nuestras palabras tuviesen que recorrer una distancia, un espacio, y entrar en otro lugar, decimos: Llegue hasta ti mi súplica. Una traducción más literal diría: Que mis palabras entren en tu «conspectu».

Que mis palabras, como ondas sonoras que lanzamos, viajen hasta la divinidad y entren. ¿Dónde? ¿A qué realidad nos referimos con las palabras a tu conspectu? Conspectu es lo que uno mira, lo que entra en el campo visual, la mirada, la presencia; también la asamblea o reunión. El conspectu de Dios es lo que está presente ante él, aquello que él tiene ante su mirada, aquel lugar suyo, que está bajo su exclusiva presencia. Podríamos decir que es el «lugar» dentro del Padre, Hijo y Espíritu Santo, como la mesa alrededor de la que se reúnen los tres, la íntima asamblea que constituye la Trinidad. El conspectu de Dios es la íntima reunión divina, la intimidad de Dios.

Y le pedimos que allí adentro entre mi oración. Que mis palabras, Señor, entren en lo más adentro de ti, en lo más íntimo tuyo. No sólo le pedimos que llegue hasta él nuestra oración, sino que entre, que se introduzca en la explanada de su intimidad, que ingrese en lo más hondo suyo.

Así nos enseña a rezar Dios: que mis palabras penetren en lo más hondo de Dios. Es sorprendente el cometido de las palabras que pronunciamos interiormente, y su poder. No da igual lo que diga a Dios.

¡Qué importantes son las palabras que digo cuando rezo! ¡Entran en la explanada del interior de Dios! ¡Y pensar que a veces las decimos de cualquier manera! Por eso, sé que él me escucha cada vez que le dirijo una palabra. En ocasiones bastará con decirle: «Eso, Señor», y será suficiente porque ya sabemos los dos de qué se trata.

¡Ojalá diga con respeto cada frase del Padrenuestro! Que mi oración entre en tu intimidad, Señor. Es bien distinta nuestra oración al hecho de echar una quiniela: ¡a ver si toca! No es así la oración. No se trata de probar suerte a ver si llega y hay fortuna. «No sabemos pedir lo que nos conviene», nos dice Dios. Mi oración le llega siempre, siempre entra en lo más íntimo suyo. Otra cosa es que aquello que a mí puede parecerme lo mejor, realmente lo sea.

Rezaré el Padrenuestro atento a las siete peticiones, Padre, y con respeto: cada una de mis palabras entra en ti. Te pido que me enseñes a desear lo que nos has enseñado a pedirte. Sé que todo lo que te digo se introduce en tu intimidad. Enséñame que rezar es hablarte, no hacer ruido con la boca.

Puedes repasar ahora ese padrenuestro adulterado con el que ha comenzado el texto de hoy, y comentar con Él cuáles de esas siete peticiones sueles hacer tú. Si quieres, después, rézale bien, sabiendo que cada palabra «entra» en Dios, un Padrenuestro.

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