San Dionisio, Primer Obispo de París. Siglo III.

Fundó muchas iglesias y sufrió el martirio en 272 junto con Rústico y con Eleuterio. san Dionisio fue llamado por san Atanasio como «Maestro de la Iglesia Católica» por su gran sabiduría. Nació pagano y sus primer acercamiento al cristianismo fue el estudio de la Biblia.

Un día no sintió que el agua le quemase los pies

El 19 de marzo de 1864 llegó al puerto de Honolulú, en el interior de la ciudad de Honolulú, un joven llamado Damián como misionero. Damián fue ordenado sacerdote allí mismo a los cinco días de su llegada, en la catedral de Nuestra Señora de la Paz. Trabajó en varias parroquias en la isla de Oahu durante un tiempo muy especial para aquel reino, pues sufría una importante crisis de salud.

Hawai tenía mucho tránsito de comerciantes. Algunos de estos llevaron a la isla enfermedades que los nativos hawaianos nunca habían padecido y para las que estaban indefensos. Muchos hawaianos murieron por la gripe, por la sífilis y por otras enfermedades nuevas para ellos. Una de las más agresivas enfermedades que entró en la isla fue la lepra.

El rey Kamehameha IV tuvo miedo de que se esparciera la plaga y decidió apartar del reino a los leprosos. Estableció una colonia para ellos en el norte, en la isla de Molokai, y obligó a trasladar a esta isla a todos los contagiados por la lepra. La Royal Board of Health los proveyó con suministros y comida, pero no tenían todavía los medios apropiados para ayudarles médicamente.

El responsable de la Iglesia en la zona, el vicario apostólico Louis Maigret, tenía la preocupación de que los nuevos habitantes de la isla de Molokai estuviesen atendidos por un sacerdote que les administrase los sacramentos y les dispensase un mínimo de atención espiritual. Damián llevaba un año de sacerdote y le habían asignado a la Misión Católica en el norte de la isla de Hawai. Sin embargo, Damián pensó y rezó mucho una inquietud que llevaba dentro, hasta que un día se dirigió al vicario apostólico y le solicitó permiso para ir a la isla de Molokai: quería encargarse de atender a aquellos enfermos.

El lugar estaba rodeado de montañas. Había seiscientos leprosos viviendo allí. Cuando llegó Damián, aquella isla era una auténtica «colonia de la muerte» donde la gente se veía forzada a pelear entre sí para lograr sobrevivir. El plan del Rey no buscaba esto, pero de hecho parece que el gobierno fue negligente en proveer recursos y apoyo médico, y muy pronto se había creado un enorme caos en aquel lugar.

La primera misión que se impuso Damián fue construir una iglesia y establecer una parroquia que dedicaría a santa Filomena. Su llegada significó un punto de inflexión para la comunidad. Bajo su liderazgo, las leyes básicas se restablecieron, se volvieron a pintar las casas, a trabajar en las granjas, algunas de ellas se convirtieron en colegios…

Una isla de leprosos. Gente abandonada por la sociedad, muriendo en la más completa desolación, sin esperanza de curación, sin esperanzas de nada. Marginados, despreciados, olvidados. Un hombre sano llegó a vivir con ellos para demostrarles que sí importaban. Damián quería que sintieran que eran dignos de ser considerados como hermanos. Les llevó un mensaje de consuelo y de esperanza en la verdadera vida. Lo hizo, consciente de que tarde o temprano pasaría a ser uno de ellos y que así moriría.

Al poco tiempo la isla ya no era una colonia de muerte. Morían, sí, pero los enfermos habían vencido su amargura. Construyeron viviendas dignas, un hospital y una casa de oración. La sonrisa recorrió la isla por vez primera. Los enfermos comenzaron a ayudarse, a curar las heridas de los más graves, a acompañarse. El Padre Damián les alegró sus últimos días, y les entregó el amor que todos necesitamos, especialmente los débiles, pobres y enfermos.

Un día, según recogen los diarios, en diciembre de 1884 —habían pasado casi veinte años— Damián se dirigió a su ritual matutino de introducir los pies en agua hirviendo. Aquel día no sintió calor en los pies: aquel día supo que se había contagiado con la lepra. A pesar del descubrimiento, los residentes señalan que el padre trabajó incansable construyendo cuantas casas pudo y planificó la continuación del programa que había creado para cuando él se hubiera ido.

Hasta aquí, algunos datos de la vida del padre Damián. Ahora, un comentario de alguien que escribía en una web:

«Lo del padre Damián fue, sencillamente, una estupidez. El padre Damián no curó un solo leproso. Fue a Molokai a convivir con los leprosos y contraer él mismo la lepra, o sea, aumentar el censo de leprosos. Los leprosos de Molokai necesitaban que alguien les sanase de su enfermedad; no necesitaban de ningún tonto que enfermase como ellos y adquirir la lepra sin más es estúpido. El gesto del padre Damián hubiera estado justificado si, a cambio de adquirir él la enfermedad, hubiesen sanado dos o tres enfermos. Aunque hubiera sido uno por uno. Sacrificarse él por salvar a un semejante. Pero es que ni eso. No sirvió para nada.»

¿Qué te parece? El padre Damián no sanó a dos o tres enfermos. En cambio a todos les alivió esa penosa enfermedad. Y todos sabemos que cuando una enfermedad no puede sanarse, al menos podemos tratar de aliviar el dolor. El padre Damián sí que lo hizo. Y a quien le parezca tontería es que no ha visto sufrir.

Contra la avaricia, generosidad. El padre Damián es un ejemplo de generosidad… pero ¿por qué el internauta lo ve como una tontería? ¿No es verdad que también a mí me parece tonto el generoso? ¿Dar sin recibir, entregar sin que haya reconocimiento, prescindir de algo de lo que puedo disfrutar, privarme de algo porque sí… no me parecen tonterías?

Es que «no se puede servir a dos señores, a Dios y las riquezas» (Mateo 6, 24). Si vivo apegado a las riquezas, dejo de entenderme con Dios, me resulta cada vez más extraño, y sus enseñanzas nos parecen imposibles… ¡no cuelan!

Cuando nos hacemos materialistas, cuando vivimos muy cómodamente y disponemos de cada minuto a la carta, cuando dentro de nuestras posibilidades hacemos lo que nos da la gana y no sabemos prescindir libremente de nada, cuando somos avariciosos —aunque la palabra suene muy mal, todos lo somos— y siempre queremos tener más, cuando medimos a las personas por lo que tienen… cuando ocurre esto resulta que hay palabras que pasan a ser incomprensibles, ridículas, estúpidas.

Amor, entrega, compromiso, sacrificio… ¿qué quieren decir? ¿Tienen sentido? ¿No son formas de someterse tontamente que impiden vivir la vida? Entonces, el amor lo reducimos a sentimientos o a hacer algo físico; la entrega nos extraña o nos da pena porque sólo un pobre hombre es capaz de perderlo todo por nada; el compromiso nos parece algo jurídico que mejor evitar o romper en el momento en que no nos interese; el sacrificio suena a masoquismo sin sentido que atenta contra el valor fundamental de la salud…

Quien sirve a las riquezas no es capaz de entender el cristianismo ni al padre Damián, no entiende a Dios. Ya nos lo advirtió: «Los cuidados del siglo y la seducción de la riqueza sofocan la palabra» (Mateo 13, 22).

Señor, no me abandones. Quiero mantener mi corazón libre de las riquezas…

Comenta con tus palabras lo leído, si entiendes esas palabras de amor, sacrificio, entrega… y puedes manifestarle expresamente tu deseo de servirle solo a él.

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