Santa Ubaldesca. 1136-1205

Tomó por inspiración divina, a los 14 años, el habito de religiosa en el Monasterio de San Juan de Carrai, haciendo en el claustro una vida penitente y milagrosa. Ha sanado, por su intercesió a muchos enfermos y lisiados.

Fray Escoba

Es realmente curioso que a un fraile se le llame fray Escoba. Su historia es interesante. Toda su vida quedó de algún modo condicionada por su color: era mulato. ¿Por qué? Juan de Porres, español, se trasladó a Lima, Perú, como diplomático bajo las órdenes del rey de España Felipe II. Durante este tiempo conoció a Ana Velázquez, una joven mulata de Panamá que residía en Lima. Entablaron una amistad de la cual nacieron dos hijos: Martín y Juana. Martín nació el 9 de diciembre de 1579. Pero su padre no quiso reconocerlos, ni a él ni a su hermana, como hijos suyos. Martín nació mulato; sus hombros eran anchos, sus brazos fuertes, su frente levantada, sus ojos negros, su nariz más pequeña que grande, sus labios gruesos… A los 10 años su padre le abandonó.

A la edad de 12 años empezó a trabajar de «barbero». Su ocupación principal en la barbería era la de extraer dientes y muelas, recetar hierbas, aliviar dolores, rasgar con el bisturí los tumores bucales… era una especie de «médico». Empezó rápidamente a conocer el arte de los ungüentos y de los bálsamos, cómo se alivia el escozor de un dolor, cómo se aplacan las calenturas, cómo se combaten los delirios, cómo se detiene un flujo de sangre… En alguna ocasión, también afeitaba o cortaba el pelo. La barbería era frecuentada por lo más distinguido de la ciudad de Lima, pues la elegancia de Martín les atraía. Tanto le gustó este mundo que se ofrecía también como voluntario en los hospitales. Por la noche era cuando aprovechaba para pasar horas en vela en su casa rezando delante de una imagen de Jesús crucificado.

A los 15 años fue al convento del Rosario de Lima de los Hermanos Dominicos para pedir entrar como fraile. Los mulatos estaban marginados entonces, y sólo fue aceptado como hermano «donado», es decir, como terciario regular, una orden especial para seglares que querían llevar una vida religiosa. A él no le importó que le marginasen: sólo deseaba estar en la casa de Dios y servirle fielmente, aunque fuera en el último peldaño.

Su trabajo en el convento era el de barrer —de ahí Fray Escoba—, limpiar las celdas, hacer recados, ayudar en la cocina, en la sacristía, en la huerta… en fin, era un criado para todo y para todos. Pasaba totalmente desapercibido entre los frailes, nadie se fijaba en él. A primera hora de la mañana asistía a la primera misa, comulgaba, y después entraba en contemplación con la sagrada Hostia de la que era muy devoto. Tuvieron que pasar unos 15 años para que fuera aceptado definitivamente en la congregación como hermano dominico de pleno derecho, como los otros miembros de la comunidad.

Son incontables los hechos extraordinarios en la vida de este santo: curaciones, milagros, éxtasis… Fray Martín ejerció durante mucho tiempo el trabajo de enfermero en el convento. En muchas ocasiones aparecía en las celdas de los enfermos para ayudarles justo en el momento en que lo necesitaban.

Una de las curaciones milagrosas. Llegó un viejo zapatero al convento con los dedos de la mano engarfiados y contrahechos por un reuma dolorosísimo. Fray Martín tomó su mano e hizo la señal de la cruz sobre los dedos enfermos. Pero aquel zapatero no estuvo conforme con el remedio, creyendo que se burlaba de él. Para que el anciano se fuera tranquilo, le puso un remedio casero. Hizo como que preparaba algunas cosas y le vendó las manos. A la mañana siguiente el viejo zapatero notó que no solamente no tenía ningún dolor, sino que podía mover los dedos y brazos, sintiendo todo el cuerpo rejuvenecido. Se quitó rápidamente la venda para descubrir qué maravilloso ungüento le había puesto el fraile y vio que era un trozo de suela de zapato.

Sus años de barbero le aportaron grandes conocimientos en el arte de la curación, pero fray Martín aplicaba ante todo el recurso de la oración. El convento del Rosario de Lima se convirtió en un auténtico hospital, ya que fray Martín recogía a todos los enfermos callejeros de la ciudad. Aunque en un primer momento los superiores le reprocharon porque rompía las reglas de la comunidad, regida por la clausura, al final le dieron permiso para que aquél fuera «su hospital particular». Además, sacaba horas para visitar a personas enfermas en sus casas, en hospitales, en comunidades religiosas… El pobre Martín no tenía ni tiempo para dormir. Gracias a él se fundaron también dos asilos para niños y niñas huérfanos, los llamados «Asilos y Escuelas de Huérfanos de Santa Cruz», el primer centro de ese género en Lima. La fama de santo corría por todos los hogares de la ciudad. Sus visitas las aprovechaba para hacer todo el bien posible: reconciliaba a matrimonios, concertaba enemistades, reconciliaba a personas, fomentaba la religión… Los frailes del convento se preguntaban: ¿pero cuándo duerme?, ¿cuándo descansa?, ¿y dónde?

Su cariño por los animales era enorme. Se cuenta que en los documentos del proceso de beatificación que fray Martín «se ocupaba en cuidar y alimentar no sólo a los pobres sino también a los perros, a los gatos, a los ratones y demás animalejos, y que se esforzaba para poner paz no sólo entre las personas sino también entre perros y gatos, y entre gatos y ratones, instaurando pactos de no agresión y promesas de recíproco respeto».

Se cuenta que iba un día camino del convento y que en la calle vio a un perro sangrando por el cuello y a punto de caer. Se dirigió a él, le reprendió dulcemente y le dijo estas palabras: «Pobre viejo; quisiste ser demasiado listo y provocaste la pelea. Te salió mal el caso. Mira ahora el espectáculo que ofreces. Ven conmigo al convento a ver si puedo remediarte.» Fue con él al convento, acostó al perro en una alfombra de paja, buscó la herida y le aplicó sus medicinas. Después de permanecer una semana en la casa, le despidió con unas palmaditas en el lomo, que él agradeció meneando la cola, y unos buenos consejos para el futuro: «No vuelvas a las andadas —le dijo—, que ya estás viejo para las peleas.»

El fraile Martín llevó también una vida de mortificación, ayunando constantemente… A veces era obligado por sus superiores a dejar estas mortificaciones y a comer como los demás. Durante la noche dedicaba muchas horas a la oración en la capilla del convento delante de la imagen de Jesús crucificado, del Santísimo Sacramento o de la imagen de Nuestra Señora del Rosario…

El año 1639, quedó afectado de tifus. «He llegado al fin de mi peregrinación sobre la tierra. Moriré de esta enfermedad. Ninguna medicina será de provecho.» También declaró que no se encontraba solo en aquel momento: que estaban a su lado la Virgen, san José, santo Domingo, san Vicente Ferrer y santa Catalina de Alejandría. Fray Martín murió el 3 de noviembre de 1639 dando besos constantemente a un crucifijo que tenía en la mano.

Martín podría haberse pasado su vida lamentándose porque su padre no le quiso, porque no tuvo oportunidades, porque era discriminado por ser mulato… Sin embargo se olvidó de esas cosas que no dependen de él, las aceptó, y se dedicó a amar. Amar a los demás, a los pobres, a Jesús en la Eucaristía… y entonces, como en tantos otros santos, su corazón se hace tan grande que caben también los animales —como sabes, es patrón de los animales—: el cristiano ama todas las criaturas de Dios, las respeta y las cuida.

Señor, ¿de qué me lamento? ¿Me olvido de mí mismo para dar cariño a todos? ¿En qué me excuso? Agranda mi corazón hasta que toda la creación quepa en él. Gracias por tus santos, que tanto nos enseñan… santa María, ¡hazme bueno como a Martín…!

Comenta con santa María que te gustaría tener un corazón como el de Martín… y pregúntale qué quiere que hagas para que pueda concedértelo poco a poco.

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