San Gregorio de Nisa, Obispo. Siglo IV.

Hermano de san Basilio el Grande, admirable por su vida y doctrina, que, por haber confesado la recta fe, fue expulsado de su sede por el emperador arriano Valente.

El pasillo de la novia

Presté a un amigo un libro con textos y hechos de la vida del santo cura de Ars. Al cabo de unos días me comentaba algo importante. «Hoy, después de comulgar —me decía—, le he dicho a Jesucristo: “Gracias, Señor, porque siempre ha habido alguien en la tierra que te ha amado como tu Madre, como la Magdalena, como el cura de Ars…; siempre ha habido alguien que te ha acompañado en la tierra. ¡Cómo me alegra! Te doy gracias por esto.”»

Definía el comentario como importante. Sí. No se trata de un comentario piadoso sin más, sino de alguien que vive unos minutos de conversación de amor con Jesucristo cada vez que comulga, que se alegra por él, que se une.

Comulgar no es comer algo, un trozo de pan, sino recibir a Alguien. Comulgar es el encuentro de dos personas, quien comulga y Jesús: dos personas que se aceptan mutuamente, que desean compartir y comparten, que quieren ser iguales, vibrar con lo mismo, sentir del mismo modo…

Entonces se entiende muy bien lo que un día, el 19 de septiembre de 1937, decía Jesús a santa Faustina. Lo que dice no se refiere a todos los cristianos, sino a las almas consagradas, esto es, a los religiosos, monjas y otros que han hecho votos de dedicarse exclusivamente a Dios. Pero nos viene bien saberlo: «Hija mía, escribe, que me duele mucho cuando las almas consagradas se acercan al sacramento del Amor solamente por costumbre como si no distinguieran este alimento. No encuentro en sus corazones ni fe ni amor. A tales almas voy con gran renuncia, sería mejor que no me recibieran»(Diario, 1288).

El momento más apasionante del día debe ser la comunión. Sí: vivirlo con pasión. Como cuentan de san Felipe Neri, que tenía tantas ansias, tanta pasión al comer el Cuerpo y beber la Sangre de Cristo en la misa que los que recogían la iglesia después de que él hubiera celebrado veían que el cáliz estaba mordido, que el santo lo arañaba con los dientes.

Me gusta poner esta imagen. Cuando nos acercamos por el pasillo hasta el pie del altar para recibir del sacerdote la sagrada Hostia, te propongo que recorras esos metros como los recorre la novia el día de su boda, donde al pie del altar le espera el novio con la ilusión de recibirla. Sí, da esos pasos sobre esa alfombra roja, mirado y acompañado por tantos ángeles porque allí te está esperando el Esposo, Jesús de Nazaret, que te espera y te abraza, ese Esposo al que tú te entregas en el momento en el que abres la boca y le recibes después de decir el tierno sí del «Amén». ¡Vive la comunión con pasión!

Señor, cómo me alegra que siempre has tenido y tienes en la tierra personas que te quieren como cuando estaba tu madre. Quisiera recibirte cada día con la pureza, humildad y devoción con que te recibió ella, con el espíritu y fervor con que te han recibido los santos. No permitas que comulgue con rutina, dame pasión por ese encuentro que tenemos los dos cada vez que comulgo. Quiero comulgar con pasión, con hambre, con asombro, con ternura, con cariño… Así sea.

Puedes seguir hablándole con tus palabras, y puedes pedir a María y a José que te recuerden lo de recorrer el pasillo hacia el comulgatorio como la novia el día de su boda. Termina, luego, con la oración final.

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