Santa Adriana de Prymnesso, Mártir. Siglo I.

Era una esclava preferida del rey de Frigia, una joven muy bella. El hecho es que se convirtió al cristianismo y, por esta razón fue procesada.

La casi muerte de Dostoievsky

El escritor ruso Dostoievsky, uno de los más grandes de la historia, fue sentenciado a muerte. Stefan Zweig relata el momento en que Dostoievsky, junto a otros condenados, era conducido al patíbulo:

«En el coche se encuentran apretujados, cruelmente encadenados, sus nueve compañeros de infortunio. Todos callan. Saben adónde van. Saben que su viaje no tiene retorno. El coche se pone en marcha lentamente. De pronto se detiene y otra vez chirría una puerta. Al trasponer la verja, sus ojos descubren un miserable rincón de mundo: casas sombrías, sucias, bajas de techo. Luego ven una gran plaza, desierta, cubierta de enfangada nieve. Una densa niebla envuelve el patíbulo. Un templo de oro se adivina en la luz matinal. Después de apearse les hacen avanzar. Un oficial lee la tremenda sentencia: ¡condenados a muerte por traidores! ¡A muerte! Aquellas palabras se hunden como piedras en el sereno azul del cielo. Son repetidas como un eco.»

Entonces cuenta el momento en el que aparece el verdugo, aquel que les privará de seguir viviendo: «Un cosaco se acerca para vendarle los ojos. Él entonces levanta la vista para contemplar el cielo por última vez; también puede ver la iglesia, cuya dorada cúpula resplandece en las primeras luces de la aurora. Recuerda la “Última Cena” del Señor y vislumbra que la verdadera vida, la visión beatífica de Dios, comienza después de la muerte. Le han cubierto los ojos. Ante él sólo hay una tétrica oscuridad. Pero siente bullir la sangre en sus venas y, con esa ardiente sangre, nuevos torrentes de vida. Es el último segundo, y en ese instante parece concentrarse toda su existencia. Tumultuosamente aparecen las imágenes de sus recuerdos: su infancia, sus padres, sus hermanos, su esposa, las amistades rotas, las pocas horas de felicidad, los sueños de gloria. Ahora la muerte. Nota que alguien se acerca lentamente, y una mano se posa sobre su pecho. Siente frío. ¿Va a morir? El corazón apenas late. Unos momentos más y todo habrá terminado.»

Luego, sin embargo, cuando ya sus esperanzas se habían apagado y, resignados esperaban el fuego de las balas que les quemaría el pecho, sucede lo imposible: «Pero entonces se oye un grito: “¡Alto!” Llega un oficial, en cuyas manos se agita una hoja de papel, y, a la clara luz de la mañana, lee la orden, el indulto: el zar, bondadoso, ha conmutado la pena. Aquellas sorprendentes palabras carecen de sentido. Sin embargo, la circulación de la sangre vuelve a normalizarse, y la vida, gozosa, ha empezado a cantar. La muerte huye derrotada, y los ojos, cegados por las sombras, perciben como un rayo de luz. Le quitan la venda. Le aflojan las ligaduras. Su corazón puede ya latir libremente. Ya no ve aquella horrible fosa a sus pies. La vida es mísera y dolorosa…, pero es vida.

»Contempla otra vez la dorada cúpula de la iglesia, que en los albores de aquella terrible mañana brilla místicamente. El cielo parece estar lleno de rosas, de gloriosos himnos. Allá en lo alto brilla la cruz con los brazos abiertos como en oración.»

Aquella terrible experiencia ha arrojado sobre el escritor una especie de manto de felicidad, ha agudizado su sensibilidad, y, emocionado en lo más profundo de su alma, a manera de revelación, ahora comprende: «Aclárase cada vez más el cielo con la luz del nuevo día, que se va extendiendo hasta los montes, hasta los confines más lejanos, y poco a poco, a ras del suelo, empiezan a evaporarse las tinieblas, densas, lúgubres, engendradas por la tierra. Entonces le parece oír por primera vez el grito de todos los dolores humanos y, lleno de inmensa piedad, reza y llora. Escucha las voces de los niños y de los débiles, de las pobres mujeres hundidas en la prostitución, de los solitarios sin consuelo. Comprende que sólo el dolor nos conduce a Dios, mientras la vida alegre y fácil nos ata con lazos de barro a la tierra. Sigue oyendo el coro de los miserables, de los despreciados, de los mártires anónimos, de los que mueren en el arroyo abandonados del mundo. La luz parece cantar aquel dolor terrenal. Y él cree en la suprema y paternal bondad de Dios. Sabe que Él sólo tiene amor, piedad inmensa para los pobres. Por fin, un ángel portador de un divino rayo de luz muestra a su dolorido corazón que en la muerte comienza la gloria de la vida.

»Ha caído de rodillas, destrozado por el grito de dolor humano. Luego se siente abatido por un infinito estremecimiento, una especie de convulsión que disloca sus miembros; la boca se le llena de espuma y un mar de lágrimas brota de sus ojos. Está convencido de que no pudo gustar la dulzura de la vida hasta que sus labios probaron la amargura de la muerte.

»Su alma ha comprendido, se ha dado plena cuenta de los terribles momentos que sufrió Aquel que murió, hace dos mil años, en una cruz. Y, como nuevo Cristo, debe amar la vida iluminado por una luz nueva.»

¡Impresionante! Necesitó pasar por ahí para redescubrir la grandeza de vivir, y así pudo santificar la vida. Él mismo dice que cuando fue salvado se dio cuenta de lo que había sufrido Jesús en la cruz. El tercer mandamiento nos recuerda la necesidad que tenemos de santificar las fiestas para vivir una vida de cara a Dios. Vivir la muerte de su Hijo cada domingo puede ayudarnos a vivir cara a Dios todos nuestros días. Necesitamos santificar las fiestas para entender la vida como dada por Dios, como un regalo inmerecido, un don que Dios nos concede porque le da la gana, porque quiere y nos quiere.

Señor, que valore cada día, cada hora, cada minuto de vida que me das. Sólo si santifico las fiestas y los domingos seré capaz de reconocerlo como algo dado por ti, gratuitamente, a mí. Quiero santificar las fiestas. Que valore la muerte de tu Hijo, que ame la misa dominical, que ame santificar todo el día de los domingos.

Habla ahora con él cómo vives los domingos, no si vas a misa, sino si vives ese día de acuerdo con la tradición cristiana… y si agradeces la vida y todo al Creador… Puedes terminar con la oración final.

 

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