Santa Adelaida, Emperatriz en Italia. 931-999

Protege, socorre y consuela a los necesitados. Reza, se mortifica y expía por los pecados de su pueblo. Queda viuda a los 18 años y sus funciones como Regente emperatriz se vieron interrumpidas por un periodo de cárcel y destierro.

He podido sonreír

No he conocido a muchas personas que escriban su diario. No se lleva mucho. Sin embargo, parece que en ocasiones resulta interesante. Eso me decía un amigo cuando me leyó sus anotaciones de años atrás:

«Entran en la habitación y saludan alegremente a mi compañero de trabajo. Digo una cosa y…sin mirarme… me contestan fríamente. ¡Cómo duele! Gracias, Dios mío, por el desprecio (no lo es en verdad, pero así me lo he tomado en un primer momento). Gracias porque merecería eso y mucho más.» Al día siguiente escribía:

«Iba con el propósito de estar animoso en el trabajo. No he podido sonreír a X. ¡Gracias Dios mío! Ni siquiera puedo eso, no soy capaz de sonreír… y eso que quería.»

Esta anécdota me parece adecuada para estos días. ¿Por qué? Porque Jesús, haciéndose hombre y llevando una vida normal como la nuestra durante treinta años, nos enseña que ser santos se alcanza en lo normal. Ser santo no es hacer cosas raras: el santo es quien se esfuerza por sonreír y reconoce humildemente que no ha podido, se ríe de él mismo, pide ayuda y se lo propone de nuevo el día siguiente, más apoyado en la ayuda de Dios que en sus propias fuerzas. Ése es ser el camino recorrido por todos los santos.

Lo pequeño, o lo pequeñísimo, es importante. Eso sí puedo ofrecérselo a Dios. Y eso es para todos. ¿Luchas en cosas pequeñas? ¿Cada noche haces un corto examen de conciencia para repasar con Dios las pequeñeces del día? ¿Concretas para cada día uno o dos propósitos pequeños para el día siguiente? ¿Reconoces, cuando no has podido, que no has podido? ¿Pides ayuda?

Miremos el ejemplo de un santo. Cuentan que «un día, cuando el joven Francisco montaba a caballo cerca de Asís, un leproso le salió al encuentro. Francisco sentía una gran repugnancia hacia los leprosos. Esto le empujó con fuerza a bajar del caballo y le dio al leproso una moneda de plata, besándole la mano. El leproso le dio un beso de paz y Francisco montó de nuevo en el caballo y continuó su camino. A partir de este momento empezó a superar cada vez más sus inclinaciones naturales y llegó a una perfecta victoria sobre sí mismo, por la gracia de Dios. Algunos días más tarde, con gran cantidad de dinero en el bolsillo se dirigió hacia el hospicio de los leprosos y, una vez reunidos todos, le dio a cada uno de ellos una limosna besándoles las manos. A la vuelta experimentó lo que en un principio le resultaba amargo —ver y tocar a los leprosos—, se le había vuelto dulzura. Antes, la simple vista de los leprosos, como él mismo confesaba, le era tan penosa que incluso evitaba ver las casas donde habitaban. Si en alguna ocasión los veía o le tocaba pasar cerca de una leprosería… volvía el rostro y se tapaba la nariz. Pero la gracia de Dios le convirtió de tal manera que se le hizo familiar y le gustaba convivir con ellos y servirlos, como él mismo reconoce en su testamento. La visita a los leprosos le había transformado.»

Jesús, quiero ofrecerte cada día mil cosas pequeñas, ¡eso sí que puedo! Grandes heroísmos no se me presentan, y mejor así, porque si se me presentasen… no sé si sería capaz de vencer. Pero lucharé en los detalles pequeños —¡sonreír cada día!—.

Puedes charlar con él de cómo es tu lucha, responder a las preguntas, comentar el hecho de san Francisco.

Ver todos Ver enero 2022