San Lucas, Evangelista. Siglo I.

Médico, compañero de san Pablo, y en su libro del Evangelio expuso por orden, todo lo que hizo y enseñó Jesús. Asimismo, en el libro de los Hechos de los Apóstoles narró los comienzos de la vida de la Iglesia hasta la primera venida de Pablo en la ciudad de Roma

Lucas, el médico amado

Hoy celebramos los cristianos una fiesta al recordar a Lucas. Nació en la gran ciudad de Antioquía. Era pagano y, siendo joven, se bautizó. Quizá lo bautizó el mismo san Pablo. Era médico.

Al cabo de los años, providencialmente, se encontró con Pablo en Troade, ciudad mediterránea situada casi en la frontera que separa Asia de Europa. En un momento en el que Pablo estaba indeciso, con la ilusión de viajar hasta Europa pero desconcertado, tiene lugar este encuentro de Lucas y Pablo. «Durante la noche —cuenta san Lucas— tuvo Pablo una visión: un macedonio, puesto conpie, le rogaba: «Ven a Macedonia y ayúdanos.» En cuanto se percató de la visión, tratamos de ir a Macedonia, convencidos de que Dios nos había llamado para evangelizarlos» (Hechos 16, 9-10). Así se unieron, y Lucas ya no abandonó a Pablo hasta su muerte. Compartieron la prisión en Roma en dos ocasiones, y asistió a Pablo en sus enfermedades. «Os saluda Lucas, el querido médico», escribe Pablo a los Colosenses agradecido por los cuidados de su amigo médico (4, 14).

En el prólogo a un evangelio del siglo II leemos que «Lucas nació en Antioquía de Siria. Fue médico de profesión, discípulo de los Apóstoles y, más tarde, compañero de Pablo, hasta que éste sufrió martirio. Sirvió al Señor con completa dedicación. No se casó ni tuvo hijos. Murió a los ochenta y cuatro años en Beocia, lleno del Espíritu Santo».

San Lucas escribió uno de los cuatro evangelios y el libro de los Hechos de los Apóstoles. Hoy es un buen día para agradecer a Dios que tengamos los evangelios. Y quizá también para proponernos leerlo con más frecuencia, incluso todos los días, cada día el evangelio de la misa.

San Jerónimo escribía a una joven noble de Roma: «Si rezas hablas con el Esposo; si lees, es Él quien te habla.» ¡Qué gran verdad! La Biblia, y los evangelios en concreto, es un libro vivo. No es letra muerta, no son caracteres con un sentido sin más, sino instrumento con el que cada día Dios habla a los fieles. Por eso son como un manantial de vida cristiana. Los manantiales no son pantanos, sino fuentes que siempre dan agua nueva. El evangelio es acompañado por el Espíritu Santo que obra en quien lo lee abierto a su acción. Sí: «Si rezas hablas con el Esposo; si lees, es Él quien te habla.»

De la misma manera que a Lucas le habló mediante el sueño de Pablo —«Ven a Macedonia y ayúdanos», ven a nosotros y tráenos la enseñanza y la vida de Jesús—, a nosotros nos hablará. Pablo y Lucas enseguida fueron a Macedonia convencidos de que Dios les había llamado. Ojalá aprendamos a escuchar las llamadas de Dios y nos pongamos manos a la obra con rapidez y con la convicción de contar con Él.

Señor y Dios nuestro, que elegiste a san Lucas para que nos revelara, con su predicación y sus escritos, tu amor a los pobres, concede, a cuantos se glorían en Cristo, vivir con un mismo corazón y un mismo espíritu y atraer a todos los hombres a la salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final.

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