Santa Brígida, fundadora. 1303-1373

De familia rica y casada con un noble, tuvo ocho hijos a los que educó piadosamente. Tras oír la voz del Señor comenzó a vivir pobremente y fundó la Comunidad de San Salvador.

Gracias por el agua

Un audaz aventurero atraviesa durante días muchos kilómetros de desierto. En las últimas doce horas ha comenzado a escasear el agua. Sueña y anhela un poco de agua fría con la que calmar la sed. Un encuentro providencial con una caravana. Los beduinos generosos le dan agua en abundancia. ¡Gracias!, sale muchas veces de su boca. No sabe cómo agradecer ese regalo. Gracias, muchas gracias.

Meses más tarde, a muchos kilómetros, en su apacible casa de una ciudad moderna, ese mismo explorador acaba de levantarse de la cama con la boca algo reseca. Se acerca al grifo de la cocina, el agua sale con fuerza y bebe un vaso de agua fría. No se le pasa por la cabeza, ni remotamente, agradecerle nada a nadie. Es lo normal.

Son tantos los beneficios que recibimos de Dios en nuestra vida, que nos parecen normales hasta el día que nos faltan: salud, amigos, familia, descanso, estas vacaciones. Si nos faltaran… No esperemos a perderlos para agradecérselos a Dios.

Y son tantos los beneficios que hemos recibido de la familia… Así lo cuenta a su amigo el protagonista de una novela:

—Cada par de guantes que he tenido que comprarme, para ir contigo al teatro, llegaba de aquí. Si me compro una silla de montar, ellos no comen carne durante tres meses. Si doy una propina en una fiesta, mi padre no fuma puros durante una semana. Y todo esto dura ya veintidós años. Sin embargo, nunca me ha faltado de nada. En algún lugar lejano de Polonia, en la frontera con Rusia, existe una hacienda. Yo no la conozco. Era de mi madre. De allí, de aquella hacienda llegaba todo: los uniformes, el dinero para la matrícula, las entradas para el teatro, hasta el ramo de flores que envié a tu madre cuando pasó por Viena, el dinero para pagar los derechos de los exámenes, los costes del duelo que tuve que afrontar con aquel bávaro. Todo, desde hace veintidós años. Primero vendieron los muebles, luego el jardín, las tierras, la casa. Después vendieron su salud, su comodidad, su tranquilidad, su vejez, las pretensiones sociales de mi madre, la posibilidad de tener una habitación más en esta ciudad piojosa, la de tener muebles presentables y la de recibir visitas. ¿Lo comprendes?

—Lo siento mucho —dijo Henrik, nervioso y pálido.

—No tienes por qué disculparte —dijo su amigo, muy serio.

Entonces, recordando un atentado en el que casi le mata un bávaro, continúa:

—Cuando aquel bávaro me atacó con la espada desenvainada, cuando se esforzaba por herirme, muy alegremente, como si fuera una broma excelente querer cortarme en pedazos y dejarme inválido por pura vanidad, yo veía el rostro de mi madre, me acordaba de ella, la veía yendo al mercado todas las mañanas, para que la cocinera no le robase un par de monedas, porque un par de monedas diarias significan todo un dinero al final del año, un dinero que me puede mandar a mí en un sobre… En aquel momento habría podido matar de verdad al bávaro, porque él quería hacerme daño por pura vanidad, porque no sabía que el menor rasguño que me hiciese habría sido un pecado mortal contra dos personas de Galitzia que han sacrificado su vida por mí sin decir palabra. Cuando yo doy una propina a un criado en vuestra casa, gasto algo de su vida. Es difícil vivir así —dijo, y se puso muy colorado.

Gracias, Dios mío, por todo lo que me has dado, por mi fe, mi vida cristiana, mis padres, mis amigos, mi salud, mi posibilidad de disfrutar de las vacaciones. ¡Qué buena virtud la de ser agradecidos! Que detrás de todo lo que tengo, recibo y dispongo vea a quien me lo ha dado. Cura el egoísmo que no me permite ver a los demás en lo que me dan. Gracias, Dios mío, muchas gracias.

Ahora puedes seguir hablando con el Señor con tus propias palabras. Él te ve, te escucha y te comprende. Procura terminar con un pequeño propósito. Después puedes recitar la oración final.

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