San Abercio de Hierápolis, Obispo. Siglo III.

En Hierópolis, ciudad de Frigia, del cual se cuenta que peregrinó por diversas regiones anunciando la fe, siendo alimentado con un místico manjar.

… más pendiente del pudor que del dolor

En el siglo IV se leían las actas de Perpetua y Felícitas en las iglesias de África. El pueblo les profesaba una estima tan grande que san Agustín se vio obligado a publicar una protesta para evitar que se las considerara en plano de igualdad con la Sagrada Escritura. 

Durante la persecución del emperador Severo, fueron arrestados en Cartago cinco catecúmenos el año 205. Sus nombres eran Revocato, Felícitas (que estaba embarazada desde hacía varios meses), Saturnino, Secúndulo y Perpetua. Esta última tenía 22 años de edad, era madre de un pequeñín recién nacido y tenía buena posición; de hecho, Felícitas era esclava de su padre. A estos cinco se unió Sáturo, el catequista que les había instruido en la fe y se negó a abandonarles.

La misma Perpetua escribió lo que les iba ocurriendo: «Yo estaba todavía con mis compañeros. Mi padre, que me quería mucho, trataba de darme razones para debilitar mi fe y apartarme de mi propósito. Yo le respondí: “Padre, ¿no ves ese cántaro o jarro, o como quieras llamarlo?… ¿Acaso puedes llamarlo con un nombre que no le designe por lo que es?” “No”, replicó él. “Pues tampoco yo puedo llamarme por un nombre que no signifique lo que soy: cristiana.” Al oír la palabra “cristiana”, mi padre se lanzó sobre mí y trató de arrancarme los ojos, pero sólo me golpeó un poco, pues mis compañeros le detuvieron… Yo di gracias a Dios por el descanso de no ver a mi padre durante algún tiempo… En esos días recibí el bautismo y el Espíritu me movió a no pedir más que la gracia de soportar el martirio. Al poco tiempo, nos trasladaron a una prisión donde yo tuve mucho miedo, pues nunca había vivido en tal oscuridad. ¡Qué horrible día! El calor era insoportable, pues la prisión estaba llena. Los soldados nos trataban brutalmente. Para colmo de males, yo tenía ya dolores de vientre…»

Más tarde, Perpetua tuvo un sueño que la ayudó a prepararse para el martirio. Su padre regresó para implorarle que renunciara a su fe para evitar el martirio. Le decía de rodillas y besando sus manos: «… Piensa en tu madre y en la hermana de tu madre; piensa sobre todo en tu hijo, que no podrá sobrevivirte. Depón tu orgullo y no nos arruines, pues jamás podremos volver a hablar como hombres libres, si te sucede algo.» Ella le respondió: «Las cosas sucederán como Dios disponga, pues estamos en sus manos y no en las nuestras.»

Condujeron a los reos a la plaza del mercado para juzgarlos ante una multitud. Narra Perpetua: «Todos los que fueron juzgados antes de mí confesaron la fe. Cuando me llegó el turno, mi padre se aproximó con mi hijo en brazos y, haciéndome bajar de la plataforma, me suplicó: “Apiádate de tu hijo”. El presidente Hilariano se unió a los ruegos de mi padre, diciéndome: “Apiádate de las canas de tu padre y de la tierna infancia de tu hijo. Ofrece sacrificios por la prosperidad de los emperadores.” Yo respondí: “¡No!” “¿Eres cristiana?”, me preguntó Hilariano. Yo contesté: “Sí, soy cristiana. Como mi padre persistiese en apartarme de mi resolución, Hilariano mandó que le echasen fuera y los soldados le golpearon con un bastón. Eso me dolió como si me hubiesen golpeado a mí, pues era horrible ver que maltrataban a mi padre anciano.

»Entonces el juez nos condenó a todos a las fieras y volvimos llenos de gozo a la prisión. Como mi hijo estaba acostumbrado al pecho, rogué a Pomponio que le trajese a la prisión, pero mi padre se negó a dejarle venir. Pero Dios dispuso las cosas de suerte que mi hijo no extrañó el pecho y a mí no me hizo sufrir la leche de mis pechos.»

Según parece, Secúndulo había muerto en la prisión antes del juicio. Antes de dictar sentencia, Hilariano había mandado azotar a Revocato y Saturnino y abofetear a Perpetua y Felícitas. Se reservó a los mártires para los espectáculos que se iban a ofrecer a los soldados durante las fiestas de Geta, a quien su padre, Severo, había nombrado César cuatro años antes.

Felícitas tenía miedo de que se la privase del martirio, porque generalmente no se condenaba a la pena capital a las mujeres embarazadas. Todos los mártires oraron por ella y así dio a luz a una hija en la prisión; uno de los cristianos adoptó a la niña.

Según las actas, «el día del martirio los prisioneros salieron de la cárcel como si fuesen al cielo… La multitud, furiosa al ver la valentía de los mártires, pidió a gritos que les azotaran; así pues, cada uno de ellos recibió un latigazo al pasar frente a los gladiadores». Sáturo, el catequista, fue echado a varias bestias que no le dañaron. Al fin «un leopardo saltó sobre él y le dejó cubierto de sangre en un instante. La multitud gritaba: “¡Ahora sí está bien bautizado!” El mártir, ya agonizante, dijo a Pudente: “¡Adiós! Conserva la fe, acuérdate de mí, y que esto sirva para confirmarte y no para confundirte.” Y, tomando el anillo del carcelero, lo mojó en su propia sangre, lo devolvió a Pudente y murió. Así fue a esperar a Perpetua, como ésta lo había predicho.»

«Perpetua y Felícitas fueron arrojadas a una vaca salvaje. La fiera atacó primero a Perpetua, quien cayó de espaldas; pero la mártir se sentó inmediatamente, se cubrió con su túnica desgarrada y se arregló un poco los cabellos para que la multitud no creyese que tenía miedo.» Dice la tradición que Perpetua se arreglaba la ropa, más pendiente del pudor que del dolor.

Después fue a reunirse con Felícitas que yacía también por tierra. Juntas esperaron el siguiente ataque de la fiera; pero la multitud gritó que con eso bastaba; los guardias las hicieron salir por la Puerta Sanavivaria, que era por donde salían los gladiadores victoriosos. Al pasar por ahí, Perpetua volvió en sí de una especie de éxtasis y preguntó si pronto iba a enfrentarse con las fieras. Cuando le dijeron lo que había sucedido, la santa no podía creerlo, hasta que vio sobre su cuerpo y sus vestidos las señales de la lucha. Entonces llamó a su hermano y al catecúmeno Rústico y les dijo: «Permaneced firmes en la fe y guardad la caridad entre vosotros; no dejéis que los sufrimientos se conviertan en piedra de escándalo.» Entre tanto, la veleidosa muchedumbre pidió que las mártires compareciesen nuevamente; así se hizo, con gran gozo para las dos santas. Después de haberse dado el beso de la paz, Felícitas fue decapitada por los gladiadores. El verdugo de Perpetua, que estaba muy nervioso, erró en el primero golpe, arrancando un grito a la mártir; ella misma tendió el cuello para el segundo golpe. «Tal vez porque una mujer tan grande… sólo podía morir voluntariamente.»

Muchas cosas llaman la atención de estos primeros cristianos. Una quiero destacar: los primeros cristianos tenían una delicadeza grande con el cuerpo, lo respetaban llamativamente. Santa Perpetua, embestida y golpeada por la vaca salvaje, está pendiente de su pudor más que de su dolor.

Santas Felicidad y Perpetua, interceded por los cristianos del siglo XXI. Que valoremos el pudor. Que en nuestra forma de vestir, de hablar, de mirar… enseñemos al mundo el valor del cuerpo, el respeto que merece. No es carne sin más. Mi cuerpo es espíritu encarnado, carne espiritualizada. ¿Cómo puedo mejorar para ser más pudoroso?

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final.

 

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