San Efrén, Diácono y Doctor de la Iglesia. Siglo IV.

De la antigua Mesopotamia, fue el transmisor genuino de la doctrina cristiana antigua, utilizando la poesía para divulgar la verdad cristiana. Era también poeta de la Virgen, a quien dedicó 20 himnos.

El silencio de quien no recita

El corazón de Jesús nos enseña a callar y a hablar. En cada momento, lo que corresponda.

Me contaba una persona joven que al terminar una ceremonia a la que había asistido, se quedó sorprendido porque se dio cuenta de que el Señor le hacía darse cuenta de lo siguiente: «Todos me han cantado, pero tú no.» No fue nada sobrenatural, pero él se daba cuenta de que así había sido: no había cantado nada, y las oraciones no las había rezado en voz alta…

A veces podemos estar en las celebraciones litúrgicas como masa, como elemento impersonal que hace o dice unas cosas establecidas que no se dirigen a nadie… que no salen de ningún corazón ni se dirigen a ningún corazón. ¡Y no es así!

Puede servir este ejemplo: si el día del cumpleaños de tu madre, todos los hermanos y tu padre le cantáis algo así como el «feliz, feliz en tu día», o «cumpleaños feliz», o lo que sea… y tú estás con la boca cerrada sin cantar… lo que cuenta para tu madre no es haber oído una canción, sino… que tú no le has cantado. Se alegrará de ser felicitada, pero seguro que echa de menos que tú estabas ahí… pero no estabas. Eso mismo es lo que aquel joven entendía que le echaba en cara Jesús.

Cuando rezamos muchos juntos, en misa o en cualquier otro momento, el corazón de Jesús no mira el grupo, sino también a cada uno. Que sepamos dirigirnos personalmente a él, que él quiere que yo le hable. De tú a tú, aunque seamos muchos. Él espera las palabras mías.

Por eso, asistir a una misa, por ejemplo, debe dejarnos muy cansados. Mientras escribo estas líneas me viene a la cabeza un amigo que terminaba agotado cada vez que interpretaba una canción: era llamativo cómo lo daba todo, subía los tonos hasta hacerle sudar, las venas se le hinchaban y su color iba cambiando hacia un rojo cada vez más morado… En misa debemos agotarnos: poner el cuerpo adecuadamente, meter la cabeza en cada palabra, y meter el corazón, comprometiéndome y dejándome hablar… No sé: requiere una intensidad que debe cansarnos.

En los primeros siglos del cristianismo, san Cipriano escribía: «La palabra y la actitud orante requieren una disciplina que requiere la paz y la reverencia. Recordemos que estamos a la vista de Dios. Debemos ser gratos a los ojos divinos incluso en la postura del cuerpo y en la emisión de la voz. La desvergüenza se expresa en el grito estridente; el respetuoso tiende a rezar con palabra tímida… Cuando nos reunimos con los hermanos y celebramos con el sacerdote de Dios el sacrificio divino, no podemos azotar el aire con voces amorfas ni lanzar a Dios con la incontinencia verbal nuestras peticiones, que deben ir recomendadas por la humildad, porque Dios… no necesita ser despertado a gritos…» Ni gritos, ni voces amorfas, ni silencios.

Jesús, que sepa dirigirme a tu corazón; que te hable con el corazón; que lo haga con la intención de agradarte. Que te ame con todo lo que hago, con lo normal. Gracias, y que no me tengas que echar de menos.

Ahora te toca a ti hablar a Dios con tus palabras, comentándole lo leído o lo que quieras. Termina, después, con la oración final. Pero recuerda: dísela con el corazón.

 

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