San Macario el Grande, Abad. Siglo IV.

Oriundo de Egipto, vivió en el desierto durante 60 años, dedicándose a la oración, a la meditación y a la penitencia. Fue desterrado por los herejes arrianos a una isla, donde continuó predicando. Cuando aquellos fueron vencidos, volvió al desierto, donde murió a los 90 años.

¡Abbá! ¡Papá! ¡Padre!

Madrid, otoño de 1931. El ambiente político está revuelto: agitación, brotes de anarquía, descontento y atropellos: la tensión remueve las calles. Un joven sacerdote, nuevo capellán del Patronato de enfermos de Santa Isabel, compra el periódico en Atocha. Acaba de celebrar Misa. Toma el tranvía en la misma Atocha. Estos desplazamientos habituales los aprovecha para hablar interiormente con Dios. Hoy sucede algo extraño: no ha leído más de un párrafo y, de improviso, le domina un sentimiento poderosísimo, una certeza imparable de que es hijo de Dios. Una experiencia de tal intensidad que, sin poder evitarlo, le empuja a pronunciar en voz alta: Abba, Pater! (iPapá, Padre!). Él mismo lo cuenta así:

«Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos, no lo puedo decir, el tiempo se pasa sin sentirlo. Me debieron de tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que queda encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse nunca.»

Que Dios es Padre, san Josemaría lo sabe desde niño: pero lo de aquel día no se limita a saber, al plano del conocimiento intelectual, a un abstracto tener noticia de algo. Se trata de otra cosa: de un conocimiento inmediato e intuitivo de lo que significa ser hijo de Dios. Es experiencia inmediata del amor de Padre que le tiene Dios. Por eso hablará siempre del sentido de la filiación divina. Dios le ha hecho sentir su ser Padre y su ser hijo. Y se lo ha hecho sentir con una intensidad y profundidad que le hacen gritar por la calle.

Si hasta entonces Josemaría poseía la verdad «Dios es Padre», ahora esa verdad le posee a él, se adueña de él, lo domina, lo llena y le desborda. Las manos de la gracia le han transportado a una nueva patria. Ve todo de otra manera. Instalado en esta nueva posición afirmará, cada día con más fuerza, que ahí se encuentra su fundamento, su seguridad… y su descanso.

Ser hijo de Dios no es simplemente una verdad acerca de nuestro origen y nuestra dignidad. No. Significa mucho más: define un modo de estar en el mundo.

Cuesta transmitir con palabras una experiencia, sea del tipo que sea. Mucho más difícil se hace expresar lo que es fruto de la gracia de Dios. San Josemaría dejó escritos textos que pueden ayudarnos a descubrir esta verdad. Copiamos algunos:

«Las palabras no pueden seguir al corazón, que se emociona ante la bondad de Dios. Nos dice: tú eres mi hijo. No un extraño, no un siervo benévolamente tratado, no un amigo, que ya sería mucho. ¡Hijo! Nos concede vía libre para que vivamos con él la piedad del hijo y, me atrevería a afirmar, también la desvergüenza del hijo de un Padre, que es incapaz de negarle nada.

»Ésta es la sabiduría que Dios espera que ejercitemos en el trato con Él. Ésa sí que es una manifestación de ciencia matemática: reconocer que somos un cero a la izquierda… Pero nuestro Padre Dios nos ama a cada uno tal como somos; ¡tal como somos!

»Dios no se cansa de sus hijos. Sin embargo, como resulta que a veces nos cansamos de nosotros mismos, podemos acabar pensando que también Dios se hartará. Mirad que no estoy inventando nada. Recordad aquella parábola que el Hijo de Dios nos contó para que entendiéramos el amor del Padre que está en los cielos; la parábola del hijo pródigo. Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y se le enternecieron las entrañas y, corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil besos. Éstas son las palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo comía a besos. ¿Se puede hablar más humanamente? ¿Se puede describir de manera más gráfica el amor paternal de Dios por los hombres.»

¡Qué alegría, Dios mío, saberme tu hijo! Te pido que no sea esta una verdad que simplemente la conozco, algo que sé. Quiero, Padre mío, que sea la verdad que defina mi modo de estar en el mundo, que esta verdad me posea a mí. Aprovecho para decirte ahora: «Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado…»

Y ahora sigue tú hablando con tu Padre-Dios. Ésta es la parte más importante: cuéntale y escucha. Dile que no quieres saber teóricamente que eres su hijo, sino que quieres que esa verdad te entre en el corazón.

 

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