San Mario, Obispo. 530-594.

En el 587 tomó parte activa en el concilio de Macon. Como había luchas políticas e inseguridad social, para mayor seguridad, lo trasladaron a Aventicum como obispo donde murió.

¿Hay alguien en casa?

Me contaban de un pintor de cierta fama que tenía muchos cuadros amontonados en su estudio. Un amigo suyo, curioseando entre aquellos lienzos de los que casi renegaba su autor, descubrió un cuadro extraño. Representaba una casa con muchas ventanas, todas ellas cerradas a pesar de ser de día, y una puerta también cerrada. Su estilo era próximo al cubismo, una forma de pintar en la que el artista expone al mismo tiempo y en un mismo plano distintas perspectivas del mismo objeto. En el cuadro se ve la puerta por fuera, desde la calle, que está completamente limpia, no tiene manilla para abrir, ni adorno alguno; solo por dentro tiene colocado un picaporte. Junto a la puerta había un hombre llamando…

Su amigo le preguntó qué representaba aquel cuadro. El autor tuvo una reacción extraña: al mirar el cuadro su rostro se ensombreció como si una nube le hubiese cubierto repentinamente; con gesto y tono apagado, como quien en un golpe visual contempla algo trágico, contestó: «Ésa es mi vida». Le explicó que en el momento de pintarlo era consciente de que Dios le estaba llamando, pero él no había querido abrirle la puerta, no había permitido a Jesús que entrase.

La vida del hombre es algo muy grande. Dios, el mismo Dios, está interesado en la vida de cada uno. No somos objetos insignificantes, ni seres arrojados al mundo por una potencia indiferente, ni hijos exclusivos de un proceso biológico… Somos alguien a quien Dios dice «tú». Dice la Escritura: «He aquí que estoy a tu puerta llamándote…» Es sorprendente, y necesitamos tiempo y ayuda de Dios para caer en la cuenta de lo que esto significa. Es grandioso. Lope de Vega lo expresaba maravillosamente en una de sus poesías con esta pregunta que dirigía a Dios: «¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?»

Ser llamados por Dios, tuteados por él, entrelazar nuestra vida con la suya… es la razón de que vivamos. Vivir así es verdadera vida, y no abrirle, no escuchar sus llamadas, vivir en soledad es vida mentirosa, vida falsa… o verdadera muerte. Ojalá escuchemos el fuerte grito que nos lanza: «Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mateo 25, 34).

Ojalá cada día seamos capaces de oír cómo llama Dios a nuestra puerta, le digamos que sí, le abramos, le escuchemos, y pueda contar con nosotros y nosotros con él. Y si alguna vez nos hacemos los sordos, o realmente lo estamos —porque no escuchamos ninguna de sus llamadas—, vayamos a él con humildad y pidámosle que nos haga una limpieza de oídos, que nos limpie el corazón.

¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?

¿Qué interés se te sigue, Jesús mío,

que a mi puerta, cubierto de rocío,

pasas las noches del invierno oscuras?

¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,

pues no te abrí!; ¡qué extraño desvarío,

si de mi ingratitud el hielo frío

secó las llagas de tus plantas puras!

¡Cuántas veces el ángel me decía:

«Alma, asómate ahora a la ventana,

verás con cuánto amor llamar porfía»!

¡Y cuántas, hermosura soberana:

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!

Puedes continuar hablándole con tus palabras: Habla, Señor, que tu siervo escucha. Tuyo soy, para ti nací, ¿qué quieres, Señor, de mí? Y dime, Señor, ¿qué tengo yo que mi amistad procuras? Pregúntale si te encuentra duro de oído. No te importe repetirle varias veces que deseas escucharle durante el día, y que te haga saber cómo hacerlo.

Ver todos Ver enero 2022