Santos Crispín y Crispiniano, Mártires. Siglo III.

Zapateros de profesión. Hacían zapatos gratis a los pobres y cobraban su trabajo a los ricos. Aprovechaban su trabajo para hablar de Cristo a la gente. Patronos de los zapateros.

¡Espera!

En una zona bastante céntrica de la antigua ciudad de Valencia, entre estrechos callejones se abre una estirada placita que hizo historia. En una de las fachadas, a la altura del primer piso, se encuentra una placa en la que pone «Miracle de Mocadoret», que significa «El milagro del pañuelo». Esto es lo que ocurrió.

En 1385 vivía en la ciudad san Vicente Ferrer, un sacerdote famoso ya entonces por sus predicaciones. Comentaba uno: «el santo era viejo, débil y pálido; pero después de decir la Misa y cuando predicaba parecía joven, en buen estado de salud, ágil y lleno de vida». También tenía fama por los cientos de milagros que hacía. Un día, cuando iba con otros por la calle, en la plaza del mercado, se detuvo y dijo a los que le acompañaban: «Ahora mismo estoy viendo que unos hermanos nuestros piden un socorro inmediato, que morirán si no se les da.» Le preguntaron dónde estaban esas personas. Vicente contestó: «Seguid a mi pañuelo, y donde él entre, entrad.» Lanzó al aire el pañuelo, el viento lo llevó hasta meterlo por la ventana en una buhardilla. Allí, en efecto, se estaba muriendo de hambre una familia, a la que enseguida les llevaron alimentos. Esa casa es la que exhibe la placa.

Pero el milagro que hoy quería traer es otro. Eran tantos los milagros que hacía, que llegó un momento en que el obispo de Valencia le prohibió que hiciera más. Él aceptó: si se lo mandaba el obispo, él quería obedecer. Cuentan que yendo por la calle, muy cerca del lugar donde ocurrió el milagro del pañuelo, pasaba por una obra en construcción y uno de los albañiles se cayó del andamio. Él lo vio, quería ayudarle, pero como tenía prohibido hacer milagros, le gritó: «¡Espera un momento!» El albañil quedó quieto en el aire, y él se fue a toda prisa hasta el Obispo —el Obispado se encuentra a pocos minutos de ese lugar— y le pidió permiso para hacer algo con aquel hombre. El Obispo le dijo que volviese allí e hiciese lo que quisiese. Volvió y ya recogió al albañil dejándole caer al suelo sin problemas. Ese lugar también luce una placa que recuerda el milagro.

Dios no da a todos la facultad de hacer milagros continuamente. Pero sí nos sirve de ejemplo la diligencia, la rapidez y prontitud de san Vicente para hacer todo el bien que le era posible y para obedecer a su superior. Cualquier necesidad de otro le movía a intervenir, a ayudar. Quería hacer el bien siempre e inmediatamente. No conocía la pereza.

Hay unas palabras en el evangelio que tratan de describir la vida de Jesús: «pasó haciendo el bien» (Marcos 7, 37). Los cristianos somos así. Pasamos por todos los sitios que pasamos haciendo el bien. Por la calle, en casa, en la universidad, en el sitio de trabajo, en el ascensor, haciendo deporte, veraneando, haciendo cola, en los grandes almacenes, en la peluquería, en el partido de futbol, en la sesión de fitness, en la gasolinera… pasamos haciendo el bien. Cualquier cosa que viene bien a otro significa para nosotros una llamada que recibimos. Hacer todo el bien que tengamos ocasión de hacer, nos lo pidan o no.

Esto requiere ir con los ojos bien abiertos. Si vemos un coche en la cuneta porque ha pinchado, paramos por si podemos ayudar. Si alguien nos pregunta una dirección por la calle, interrumpimos y nos volcamos por facilitárselo. Si en casa alguien necesita una ayuda, ahí estamos nosotros.

Por eso, el cristiano también podría llamarse «alguien»: ¿alguien puede abrir la puerta?, ¿alguien puede ir a por no sé qué? ¿me puede ayudar alguien? ¿alguien puede echarme una mano?… Alguien es el nombre del cristiano.

Ayúdame, Señor, a no dar pie a la pereza. Que cada día me lo plantee, ya en el ofrecimiento de obras, con la ilusión de a ver cuántas cosas buenas puedo hacer. Y que termine el día pidiéndote perdón, en el examen de conciencia, por el bien que podía haber hecho durante el día y no lo he hecho. Quiero pasar cada día haciendo todo el bien que me sea posible, todo el bien que los demás puedan necesitar.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole si realmente tú te llamas «alguien». Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final. 

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