Santo Tomás Becket, Obispo y mártir. 1118-1170

Alcanzó el cargo de clérigo de Canterbury, canciller del reino y obispo de esta sede primada, con el favor del rey. Pese a su amistad con Enrique II, defendió los derechos de la Iglesia frente a los abusos reales, por lo que huyó durante 6 años a Francia.

El buey y el asno

«Respondiendo a la indicación de san Francisco, en la cueva de Greccio estaban en la Nochebuena el buey y el asno. Francisco había dicho al noble Juan: “Deseo celebrar la memoria del niño que nació en Belén y quiero contemplar de alguna manera con mis ojos lo que sufrió en su invalidez de niño, cómo fue colocado sobre heno entre el buey y el asno.»

A partir de entonces, el buey y el asno forman parte de toda representación del nacimiento. Pero ¿de dónde provienen el buey y el asno? (…) El buey y el asno no son un mero producto de la imaginación piadosa, sino que se han convertido en acompañantes del acontecimiento de la Navidad en virtud de la fe de la Iglesia en la unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. En efecto, en Isaías 1, 3 dice: «Conoce el buey a su dueño y el asno el pesebre de su amo; Israel no conoce, mi pueblo no entiende.»

Los Padres de la Iglesia vieron en esas palabras un discurso profético que preanuncia el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia formada por judíos y gentiles. Ante Dios, todos los hombres, judíos y paganos, eran como bueyes y asnos, sin razón ni entendimiento. Pero el Niño del pesebre les abrió los ojos de modo que, ahora, entienden la voz del dueño, la voz de su Señor. (…)

Los que sí lo reconocieron —a diferencia de toda esa gente de renombre— fueron «el buey y el asno»: los pastores, los magos, María y José. ¿Es que acaso podía ser de otro modo? En el establo donde está el niño Jesús no vive la gente fina: allí viven, justamente, el buey y el asno.

Pero ¿y nosotros? ¿Estamos tan lejos del establo porque somos demasiado finos y sesudos para estar en él? ¿No nos enredamos también nosotros en interpretaciones eruditas de la Biblia, en demostrar la inautenticidad o autenticidad del lugar histórico, al punto de quedarnos ciegos para el mismo Niño y no captar nada de Él? ¿No estamos también nosotros demasiado en «Jerusalén», en el palacio, afincados en nosotros mismos, en nuestra arrogancia, en nuestra manía persecutoria, como para poder escuchar por la noche la voz de los ángeles, acudir al pesebre y adorar?

Así pues, esta noche los rostros del buey y del asno nos miran con ojos interrogativos: mi pueblo no entiende; ¿entiendes tú la voz de tu Señor? Al colocar en el pesebre estas figuras tan familiares deberíamos pedir a Dios que le regale a nuestro corazón la sencillez que descubre en el niño al Señor, como en su día Francisco en Greccio. Entonces podría sucedernos también a nosotros lo que Celano, siguiendo muy de cerca las palabras de san Lucas sobre los pastores de la primera Nochebuena (Lc 2, 20), narra acerca de los que participaron en la Nochebuena de Greccio: «todos retornaron a sus casas colmados de alegría.»

Quiero reconocerte, Niño Dios, como el buey y el asno. Ábreme los ojos, Señor, para que pueda entender tu voz, porque sólo tú eres mi dueño y señor.

Ahora puedes seguir comentándole lo leído. Pide a María y a José que te enseñen a mirarle.

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