Fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael.

De ellos la Sagrada Escritura revela misiones singulares y que sirven a Dios día y noche, y contemplando su rostro, a él glorifican sin cesar.

San Agustín consigue la libertad

«Cuando llegué a la adolescencia ardí en deseos de hartarme de las cosas más bajas, y llegué a envilecerme con los más diversos y turbios amores.» Así describe Agustín de Hipona, al cabo de muchos años, lo que fue su juventud. Y sigue: «Abrasado por esta obsesión, me sentía arrastrado por el vértigo de mis deseos, y me sumergí hasta el fondo de toda clase de torpezas. Estaba sordo y nervioso… cada vez me alejaba más del verdadero camino yendo detrás de satisfacciones estériles, ensoberbecido, agitado y sin voluntad para obrar bien.

»A mis dieciséis años me entregué totalmente a la carne, a la satisfacción sensual, permitida y hasta aplaudida por la desvergüenza humana, pero contraria al amor de Dios.

»Cuando dudaba en decidirme a servir a Dios, cosa que me había ya propuesto hacía mucho tiempo, era yo el que quería, y yo era el que no quería, sólo yo. Pero, porque no quería del todo ni del todo decía que no, por eso luchaba conmigo mismo y me destrozaba (…).

»De esta manera me atormentaba a mí mismo con más dureza que nunca, una y otra vez, plenamente consciente de ello, revolviéndome contra mis ligaduras para ver si rompía ese poco que me sostenía, pero que, poco y todo, me tenía atado. Dios me movía, gritándome desde dentro de mí; y con su severa misericordia redoblaba mi miedo y mi vergüenza a ceder otra vez y no terminar de romper lo poco que ya quedaba, para que no se rehiciesen otra vez mis viejas ligaduras, y me atasen otra vez y con más fuerza.

»Yo, interiormente, me decía: “¡Venga, ahora, ahora!” Y estaba ya casi a punto de pasar de la palabra a la obra, justo a punto de hacerlo; pero… no lo hacía; (…) Podía más en mí lo malo, que ya se había hecho costumbre, que lo bueno, a lo que no estaba acostumbrado. Me aterrorizaba cada vez más a medida que se acercaba el momento decisivo. Y si este terror no me hacía volver atrás ni apartarme de la meta, me tenía paralizado y quieto.

»Eran cosas de nada lo que me retenía, vanidades de vanidades, mis antiguas amigas; y me tiraban de mi vestido de carne y me decían bajito: “¿Es que nos dejas? ¿Ya no estaremos más contigo, nunca, nunca? ¿Desde ahora nunca más podrás hacer esto… ni aquello?” ¡Y qué cosas, Dios mío, qué cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! (…)

»Aun así, conseguían que yo todavía vacilase y tardase en romper y desentenderme de ellas e ir de un salto a donde era llamado. Mientras, mi arraigada costumbre me decía: “¿Qué? ¿Es que piensas que podrás vivir sin estas cosas, tú?” (…)

»Y ella me sonreía con una risa que me alentaba, parecía decirme: “¿Por qué no vas a poder tú lo que éstos y éstas han podido? ¿O es que te crees que éstos y éstas lo pueden con sus propias fuerzas? ¡No, es con la fuerza del Señor su Dios! El Señor su Dios me ha dado a ellos. ¿Por qué intentas apoyarte en ti si no puedes ni tenerte en pie? Échate en sus brazos, no tengas miedo, Él no se retirará para que caigas; échate seguro de que te recibirá y te curará.” (…)

»Me sentía todavía preso por ellas y daba gritos gimiendo: “¡Hasta cuándo, hasta cuándo, mañana, mañana! ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias?” Mientras decía esto y lloraba con amarguísimo arrepentimiento de mi corazón, de repente oí de la casa vecina una voz, no sé si de niño o de niña, que, cantándolo y repitiéndolo muchas veces, decía: Toma y lee, toma y lee.

»De repente, se me demudó la cara, e intenté recordar si había algún juego en el que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído nunca nada semejante; conteniendo mis lágrimas, me levanté, interpretando esa voz como una orden divina que abriese el libro y leyese lo que se me apareciera al abrirlo. (…)

»Por eso, deprisa, me volví al sitio donde estaba sentado Alipio donde yo había dejado el libro del Apóstol al levantarme de allí; lo tomé, lo abrí y leí en silencio lo primero con que me encontré; decía: No andéis ya en comilonas y borracheras; ni en la cama haciendo cosas impúdicas; dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo, y no os ocupéis de la carne y de sus deseos.

»No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues en cuanto terminé de leer ese párrafo, como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas. (…)

»¡Qué dulce fue para mí verme de repente privado de la dulzura de aquellas cosas de nada! Cuanto temía antes perderlas, tanto más gozaba ahora por haberlas dejado; Dios, mi grande y verdadera dulzura, las había echado de mí. Él las arrancaba de mí, y en su lugar entraba Él, más dulce que toda dulzura, pero no a la carne; más luminoso y claro que la misma luz, y al mismo tiempo más oculto que cualquier secreto; más sublime que todos los honores, aunque no para los que buscan su propia honra.

»Mi alma estaba libre ya de las devoradoras preocupaciones de la ambición, del dinero, de las pasiones en que se revolcaba, de la sarna de la sensualidad. No hacía otra cosa que hablar de Dios, mi luz, mi riqueza, mi salvación, Señor Dios mío.»

Años después, Dios le hizo ver sus errores y exclamaba: «¡Qué tarde te amé, Señor!» Le costó mucho cambiar; pero acudiendo al Señor, rezando y pidiéndoselo… recibió la conversión. Gracia y esfuerzo. Llegó a ser san Agustín, obispo y santo —¡y menudo santo!—. El sexto y noveno mandamientos son camino de libertad, libertad para amar.

Señor, me quiero dar cuenta de que vale la pena quererte y luchar. Ayúdame, como has ayudado a tantas personas, a salir de mis pecados. Señor, contigo sí que puedo. A veces, pueden asaltarme malos deseos y tengo pocas fuerzas para resistirlos. ¡Padre, no me dejes!

Habla con él lo leído, y si luchas, si confías en su ayuda… y lo que te sugiera el relato de san Agustín.

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