San Juan María Vianney, Cura de Ars. Siglos XVIII-XIX.

De Francia, nació en plena Revolución Francesa, que persiguió el catolicismo. El santo se fugó del ejército napoleónico y fue ordenado sacerdote, pese a no superar las pruebas, por su santidad. Fue párroco de Ars durante 41 años.

En busca del paraíso perdido

Todos buscamos lugares tranquilos y silenciosos donde perdernos y olvidarnos durante unos días del trabajo, del ruido y de las prisas. Buscamos un paraíso.

Paraíso es una palabra originaria del persa que significa jardín. Los árabes dotaban a sus casas de árboles, fuentes y estanques. No se concebía una casa sin el jardín que ofrece sombra para suavizar el ardor del desierto y agua para calmar la sed. Era también un modo de prefigurar lo que esperaban para la otra vida.

Hoy celebramos la fiesta de un hombre enorme: el cura del pequeño pueblo francés llamado Ars. Habló mucho del cielo, y del cielo que ya empieza en la tierra que encontramos en la eucaristía. Decía:

«¡Oh alma mía, qué grande eres! Sólo Dios puede contentarte. El alimento del alma es el cuerpo y la sangre de Dios. ¡Oh hermoso alimento! El alma no puede alimentarse sino de Dios. Sólo Dios puede bastarle. Sólo Dios puede llenarla. Fuera de Dios nada hay que pueda saciar su hambre. Necesita absolutamente de Dios.» Fíjate: no necesitamos placeres del cuerpo, sino llenarnos de Dios.

El cielo, nuestro paraíso, no es un lugar para hacer cosas, es un lugar para contemplar; no es un lugar para correr, es un lugar para mirar. La presencia de Dios lo invade todo, y en Dios se tiene todo, con él la satisfacción es plena, se alcanza la felicidad.

Cuenta la leyenda de san Virila, que fue abad del monasterio de Leyre, que lo pasaba mal porque dudaba seriamente de que estar contemplando a Dios por toda la eternidad pudiese proporcionar la felicidad eterna. O sea, dudaba de que el cielo valiese la pena: estar todo el día mirando a Dios pensaba que sería un aburrimiento. Cuentan que una mañana de primavera Virila salió a dar un paseo por los alrededores del monasterio. Tras sentarse a descansar, le envolvió el canto de un ruiseñor. Ya de vuelta en el monasterio descubrió que todo había cambiado, incluso los monjes. Éstos le contaron que el abad Virila había desaparecido hacía más de trescientos años. En ese momento comprendió lo fácil que resultaría permanecer toda la eternidad en presencia del Creador, cuando el canto de un ruiseñor que había durado tres siglos a él le había parecido un momento delicioso.

Este mes de agosto puede ser un momento propicio para la contemplación. Hay tiempo para relajarse mirando el mar o las montañas durante el día, o las estrellas en las noches claras. Y qué fácil es pasar de las criaturas al Creador y agradecerle tantas maravillas que nos dan la paz. En esa quietud saboreamos instantes de felicidad que quisiéramos prolongar, pero que sólo en el cielo serán verdadera realidad estable.

Volvemos a mencionar al santo cura de Ars. En sus primeros años de sacerdocio exclamaba: «Los pajaritos cantaban en el bosque. Yo me eché a llorar. ¡Pobres animalitos!, Dios os ha criado para cantar y cantáis… ¡El hombre, que ha sido hecho para amar a Dios, no le ama!»

No dejemos de mirar al cielo como hicieron los apóstoles al ver ascender a Jesús. No miremos solamente para ver si va a hacer buen tiempo, miremos porque de alguna manera allí se encuentra Dios. Así viviremos un tiempo de verdadera felicidad.

Busco, Señor, tu rostro. Tu rostro buscaré. Tu cielo es mi alma, el lugar en el que quieres habitar. Instálate en mi alma, Dios mío, y yo te contemplaré. Por intercesión del Cura de Ars, concédenos gozar ya del paraíso aquí en la tierra. Así sea.

Quizá el mejor paraíso para Dios sea el alma del cristiano abierto a su gracia. Habla con él, procura no tener prisa, pregúntale por lo del abad Virila y por el llorodel cura de Ars… Éste es el patrono de los párrocos: pídele por el tuyo: para que sea santo, alegre, estudioso, buen pastor, que llegue a muchos… y sea instrumento para que lleguen vocaciones sacerdotales.

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