San Juan Bautista de la Salle, Presbítero, Educador y Fundador. Siglo XVIII.

De familia acomodada, fue Doctor en Teología. Organizó la comunidad Hermanos de las Escuelas Cristianas, creando una red de escuelas de calidad para los niños pobres con pocas perspectivas de futuro.

Hijo, ten piedad de mí que te he llevado 9 meses en mi seno 

Uno de los relatos que encontramos en la Biblia, nos habla la historia de los hermanos Macabeos y su madre. Se trata de uno de esos hechos contados en la Biblia, que nos enseñan en qué consiste vivir de verdad. Ésta es la historia.

Siete hermanos con su madre fueron apresados y forzados a comer carnes de cerdo prohibidas; y, por negarse a comerlas, fueron azotados con látigos y nervios de toro. Uno de ellos dijo al rey en nombre de todos: «¿Qué buscas o qué quieres de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que traspasar las leyes patrias.» El rey, enfurecido, mandó poner al fuego sartenes y calderos, y cuando estaban hirviendo, mandó cortar la lengua del que había hablado en nombre de todos, desollarle la cabeza y cortarle pies y manos en presencia de sus hermanos y de su madre. Enteramente mutilado, mandó echarlo al fuego y freírlo vivo. El vapor de la sartén se extendía hasta lejos, y la madre y los hermanos se exhortaban a morir generosamente, diciendo: «Dios lo ve todo y tendrá piedad de nosotros, como dice Moisés en el cántico: Tendrá piedad de sus siervos.»

La madre, mujer admirable y digna de gloriosa memoria, a pesar de ver morir a sus siete hijos en un día, lo soportó con valor, gracias a su esperanza en el Señor. Exhortaba a cada uno de sus hijos en su lengua, para que no le entendiesen los soldados del rey; con fuerza varonil y ternura femenina, les decía: «Yo no sé cómo habéis aparecido en mi seno; yo no os di el aliento ni la vida, ni ordené yo los miembros de vuestro organismo. Fue el Creador del universo, el que modela la raza humana y determina el origen de todo lo que existe. Él os devolverá misericordiosamente la vida, ya que ahora por sus santas leyes la despreciáis.»

Antíoco pensó que la mujer le insultaba y que se burlaba de él con esas palabras. Y como todavía quedaba con vida el más joven, intentó seducirle, no sólo con palabras, sino jurándole que le haría rico y feliz, que le haría su amigo y le daría un alto cargo, si renunciaba a las leyes judías. El niño no le hacía caso, por lo que el rey llamó a la madre y le mandó que aconsejase al niño para su bien. Como el rey insistía, ella accedió a convencer a su hijo. Se inclinó hacia él y, burlándose del cruel tirano, dijo al niño en su idioma, para que no le entendiese el rey: «Hijo mío, ten piedad de mí, que te he llevado en mi seno nueve meses, te he amamantado tres años, te he alimentado y te he educado hasta ahora. Te pido, hijo mío, que mires al cielo y a la tierra y todo lo que hay en ella; que sepas que Dios hizo todo esto de la nada y que el género humano tiene el mismo origen. No temas a este verdugo; no desmerezcas a tus hermanos y acepta la muerte, y así, por la misericordia de Dios, te encontrarás con ellos y te recobraré junto con ellos.»

Cuando ella terminó de hablar, el joven exclamó: «¿Qué esperáis? No obedezco las órdenes del rey, sino a la Ley dada a nuestros padres por Moisés. Tú, autor de todos estos males contra los hebreos, no podrás huir de la mano de Dios, porque, si nosotros padecemos por nuestros pecados, si el Dios vivo se ha indignado contra nosotros por breve tiempo para castigarnos y corregirnos, Él perdonará de nuevo a sus siervos. Pero tú, malvado, el más criminal de los hombres, no te engrías neciamente, no te hagas vanas esperanzas, levantando tu manos contra sus siervos. No has escapado todavía al justo juicio de Dios Omnipotente que todo lo ve. Mis hermanos están ya en posesión de una promesa de vida eterna después de haber sufrido un breve tormento. Pero tú pagarás en el juicio de Dios las penas debidas a tu soberbia. Yo, como mis hermanos, entrego mi cuerpo y mi vida por las leyes patrias, pidiendo a Dios que muestre pronto su misericordia con su pueblo; que tú, después de haber sido castigado y atormentado, confieses que sólo Él es el Dios; y que la ira del Omnipotente, que ha caído justamente sobre nuestro pueblo, se aplaque en mí y en mis hermanos.» El rey, lleno de ira y herido por las sarcásticas recriminaciones, atormentó a éste más que a los otros. Así murió también éste, limpio de toda mancha y confiando en el Señor. Después de todos los hijos, murió por fin la madre.

A lo largo de la historia podemos encontrar cantidad de ejemplos como éste. La historia está llena de personas que han estado dispuestas a dar la vida antes que renunciar a la verdad. No hace mucho, leyendo el relato del martirio de algunos de los mártires españoles de la guerra civil canonizados recientemente, encontraba una situación similar, en la que una madre animaba a sus cuatro hijos a dar la vida antes que renegar de su fe.

Seguir viviendo no es lo más importante; lo más importante de la vida es amar: amar a Dios, amar a los demás, amar la verdad, amarnos a nosotros mismos. Y si para amar hay que jugarse la vida, sabemos que vale la pena jugársela, porque, para quien ama, la vida no termina sino que sigue para toda la eternidad, una vida con Dios-Amor. «Quien pierda su vida por mí y por el evangelio la salvará» (Marcos 9, 35).

También hoy encontramos situaciones parecidas. Seguramente nosotros no nos veamos en una situación similar, pero sí nos encontramos a diario muchas ocasiones en las que habrá que estar dispuesto a dar la cara, a defender la verdad, a no renegar de lo que creemos… Lo nuestro es el «martirio diario».

Ten piedad de nosotros, Señor, y ayúdanos a no poner nada por delante de nuestro amor, como esta madre y sus siete hijos. Gracias.

Ahora te toca a ti hablar a Dios de la entereza de esa familia, cuál es tu entereza y por qué, o lo que quieras.

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