San Carlos Luanga y compañeros santos, Mártires. Siglo XIX.
De Uganda, fueron asesinados en total 16 compañeros por retirarse a rezar. La orden partió del rey de Buganda, Mwanga. Entre los mártires se encontraba el hijo del jefe de los verdugos.
No hay máquinas del perdón
Un universitario me contaba que su novia había estado unos días fuera, de viaje, y que se había portado mal, no le había sido del todo fiel. A la vuelta lo reconoció, se lo dijo y le pidió perdón. Él la perdonó, por supuesto, pero notaba que había querido herido. Me comentaba: «—Lo estoy pasando mal. ¡Cómo me ha dolido que se haya comportado así! Pero por supuesto que le he perdonado. Le quiero mucho, y cualquiera tiene un fallo. Le comprendo, y además está arrepentida. Pero ¡cómo me duele!.» El hecho no tiene nada de extraordinario: a cualquiera de nosotros nos habrá pasado con un amigo, con un familiar…
Si ahora recordamos un hecho del evangelio, podremos conocer mejor el corazón de Jesús: «Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: “Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!” Pero Jesús le dijo: “Simón, tengo algo que decirte.” “Di, Maestro”, respondió él. “Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?” Simón contestó: “Pienso que aquel a quien perdonó más.” Jesús le dijo: “Has juzgado bien.” Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: “¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor.” Después dijo a la mujer: “Tus pecados te son perdonados.” Los invitados pensaron: “¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?” Pero Jesús dijo a la mujer: “Tu fe te ha salvado, vete en paz”» (Lucas 7, 36-50).
Dios nos perdonará siempre que le pidamos perdón, como una buena madre siempre perdonará a su hijo, o como ese universitario del que hablábamos antes perdona a su novia. Sí. Pero que siempre nos perdonen no significa que no les importe, que sea algo automático. Quien perdona es porque su amor al otro es más grande que cualquier mala acción que pueda cometer. Y como lo que más le interesa es estar juntos, seguir viviendo juntos, compartiéndolo todo… como esa fuerza es tan grande, siempre estará dispuesto a perdonar.
Cuando somos amados así, debemos estar atentos a una cosa: que el perdón no es automático. Quien perdona sufre, y quien perdona siempre sufre siempre. Lo hace a gusto pues lo que más quiere es volver a estar unido a quien ama. Lo hace con gusto, y a la vez con dolor: el dolor de que aquel a quien tanto ama no se haya portado como debería.
«Tus pecados te son perdonados, vete en paz»: estas palabras nos revelan cómo es el corazón de Jesús. Su amor sufre nuestros pecados, pero su amor es más grande que cualquiera de mis pecados. Por eso, siempre nos perdonará.
Gracias, Jesús, por amarme tanto. No me doy cuenta, y corro el riesgo de automatizar el perdón. No puedes no perdonarme, porque con el amor que me tienes… nunca podrás negarte a recibirme. Gracias, y ayúdame a que no me acostumbre nunca a recibir tu perdón. No quiero abusar de tu bondad, pero aunque alguna vez abuse… sé que volverás a abrazarme. En cada confesión, cada noche cuando repaso mi día en el examen de conciencia, cada vez que soy consciente de haber hecho el mal… tú me estás amando mucho, porque con tu perdón muestras que me amas mucho.
Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final.
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