San Bernabé, Apóstol. Siglo I.

Fue escogido por los Apóstoles para la evangelización de Antioquía. Posteriormente, partió con Pablo hacia otros lugares. Se le atribuye la paternidad de la Carta Paulina a los Hebreos y de otro escrito, llamado El Evangelio de Bernabé, ahora perdido.

Le afecta todo, porque lo ve todo

Felipe, uno de los apóstoles, era amigo de Natanael. Un día le dice que ha conocido al Mesías, que quiere presentárselo. Natanael duda mucho de que un carpintero de un pueblucho como Nazaret pudiese ser el Mesías. Felipe consigue llevarlo hasta Jesús y, con una sola frase de Jesús, Natanael se convierte. Ésta fue la frase: «Cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Juan 1, 48).

Algo habría hecho Natanael debajo de la higuera. No sabemos qué. Lo había hecho a solas, algo que nadie sabía. Pero resulta que, a pesar de haberse asegurado de estar solo, Jesús le vio. Y alguien que ve lo que sólo yo sé y hago, ese tiene que ser Dios. Por eso le contesta Natanael a Jesús: «Tú eres el Hijo de Dios.»

Esta mañana cuando te has despertado, Dios te estaba viendo. Y lo que has pensado cuando ese amigo te ha dicho tal cosa, Dios lo ha visto. Y eso que has guardado para que no te lo pidiesen, Dios te lo ha visto. Y ese esfuerzo por sonreír a ese que te cae mal, Dios lo ha visto… Y COMO DIOS VE TODO LO TUYO, TODO LO TUYO LE AFECTA.

Y… ¿por qué le afecta? En primer lugar, porque aunque seamos muchos hombres en el mundo —dicen que somos unos 6.000 millones de personas—, Dios nos quiere a todos, porque es Padre de cada uno.

Una de las preguntas más incómodas a un niño es: «¿A quién de los dos le quieres más, a papá o a mamá?» Esa pregunta no nos gusta porque es injusta, porque quiere obligarnos a elegir entre mi padre o mi madre; lo normal es que uno no quiera elegir, porque quiere mucho a los dos. Los dos son distintos, pero uno quiere mucho a los dos, a cada uno como es. La contestación es: a los dos igual.

Si alguien preguntara a Dios hoy: «¿A cuál de los 6.000 millones de personas quieres más?», a Dios tampoco le gustaría esa pregunta. La pregunta sería absurda. Nos conoce a todos, y sabe que cada uno somosdistintos, pero nos quiere mucho a todos. Su contestación podría ser: «A cada uno le quiero lo máximo, a cada uno igual de mucho que al resto. A todos igual, a cada uno como si fuese único.»

Dios me ve, pero no como un espía; no es un curioso con ganas de controlarme, no es un vigilante… Él me mira como la madre que ve jugar en el parque a su hijo, con una mirada cariñosa. Podríamos decir que lo suyo es como un amor hecho mirada. Y por eso… todo lo que hago le afecta.

Podríamos proponernos recordar con más frecuencia, también cuando estamos solos, que Dios, mi Padre, está conmigo: ¡nunca estoy solo! Me pase lo que me pase, Dios me mira y no estoy solo. Eso descubrió Jesús M., con 32 años. Era sacerdote; le diagnostican un cáncer brutal. Le operan, y cuenta que cuando está en el hospital le ocurre esto:

«La experiencia del sufrimiento es un misterio. En el postoperatorio, aunque estaba sedado con morfina, recuerdo que en una ocasión desperté y miré el crucifijo que tenía delante. No estaba encima de la cama, sino enfrente, de modo que el enfermo pueda verlo. Yo miré a Jesucristo y le decía que estábamos iguales: con el cuerpo abierto, con los huesos doloridos, solos ante el sufrimiento, abandonados, en la cruz… Yo me fijé en mí y me rebelé. No lo entendía. Dios me había abandonado. No me quería. Y de pronto recordé las palabras que desde el cielo Dios-Padre pronuncia refiriéndose a Jesucristo el día del bautismo y posteriormente en el Tabor: “Éste es mi Hijo amado”, “mi Predilecto”. Y el Hijo amado de Dios estaba colgado frente a mí en la Cruz. El amor de Dios crucificado. El Hijo en medio de un sufrimiento inhumano.

»Entonces reflexioné: Si me encuentro en la misma situación que Él, entonces yo también soy el hijo amado y predilecto de Dios. Y dejé de rebelarme. Y entré en el descanso. Y VI EL AMOR DE DIOS. La razón humana no encuentra sentido al sufrimiento, no tiene lógica. Sólo mirando al Crucificado el hombre entra en la paz que el sufrimiento le ha robado. Pues, con el dolor y el sufrimiento, el hombre pierde la capacidad de razonar y la voluntad. Y ya está perdido, le han vencido. Ha dejado de ser hombre; pero el sufrimiento y la resurrección de Cristo nos ha hecho hombres nuevos.

»Y, también, cuánto me han consolado las palabras del Siervo de Yahveh: varón de dolores, CONOCEDOR DE TODOS LOS QUEBRANTOS. ¡NO! No estoy solo en la cruz. Doy gracias a la Iglesia por el don tan inmenso de la fe. Sólo la fe tiene respuestas a los interrogantes del hombre. Recuerdo igualmente algunas frases de los salmos que he meditado y qué bien me han hecho: “me estuvo bien el sufrir”; “hasta que no sufrí estuve perdido”.

»Aunque también es cierto que, ¡cuántas veces he llorado en el silencio de la cama cuando llegan los dolores y el sufrimiento, y al ver que llega el final de los días! Y aparece como una desesperanza; aunque yo rápidamente digo que “todo sea por la Evangelización”. ¡Por la Evangelización! Aunque, a veces, ese “todo” resulta una carga dura y pesada.

»He colocado un icono de la Virgen enfrente de mi cama, pues quiero morir mirándola a ella. Y quiero morir sin agonía, sin lucha, sino entregándome como ella me ha entregado a su Hijo.

»Actualmente mi enfermedad se agrava: tengo tumores en el hígado y en el hueso sacro. Es decir, la metástasis comienza a extenderse, aunque con la quimioterapia parece que la retienen un poco. De todos modos los médicos me han pronosticado que no viviré más de un año, dos a lo sumo, según sea el avance de la enfermedad. Pido a Dios tener una calidad de vida lo suficientemente aceptable como para evangelizar desde mi situación. Pues no tengo cargo pastoral y me encuentro en casa de mis padres para que me cuiden y, también, porque quiero morir en ella, no en un hospital. Tener una muerte digna, cristiana.

»Me siento como una barca varada en la orilla del lago de Tiberíades. Ya no saldrá más a pescar; pero tengo la esperanza de que Cristo también suba a ella para proclamar desde allí la Buena Nueva a la muchedumbre. Ésta es ahora mi misión: ser barca varada, púlpito de Jesucristo. Creo que me mantiene la oración de los demás: los hermanos, las comunidades religiosas que conozco, el presbiterio diocesano… En fin, la comunión de los santos».

Dios mío, que me dé cuenta de que todo el día y toda la noche estoy en tu presencia. ¡Cuántas alegrías puedo darte en un día! ¡Y cuánto dolor puedo causarte también en un día! ¡Creo que me ves y que me oyes! ¡Que todo lo que viva, lo viva sabiéndome mirado cariñosamente por ti! Gracias, y auméntame la fe.

Ahora te toca a ti hablar a Dios con tus palabras, comentándole lo leído o lo que quieras. Termina, después, con la oración final.

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