San Pedro y San Pablo, Apóstoles. Siglo I.

Dieron su vida por Jesús y, gracias a ellos, el Cristianismos se extendió por todo el mundo. San Pedro fue el primer jefe y la primera cabeza de la Iglesia. Fue el primer Papa de la Iglesia Católica. San Pablo llevó el evangelio por todo el mundo mediterráneo.

¡Ven!

Pablo de Tarso, ya anciano, fue detenido en Roma, fue juzgado y sentenciado a muerte. Seguramente le acusaron del incendio de Roma, pues personas con poder habían corrido el bulo de que los cristianos habían sido los responsables. Lo ejecutaron en las afueras de la ciudad. Algunos cristianos tomaron su cuerpo y lo sepultaron en la finca de Lucina, cerca de Roma, en una sencilla sepultura. Pero en el siglo III, el emperador Valeriano levantó una persecución muy fuerte contra los cristianos, en la que cualquiera podía robarles o destruir cementerios. Entonces los cristianos tomaron el cuerpo de Pablo, también el de Pedro, y los trasladaron a unas catacumbas, las de San Sebastián, para evitar que fuesen robados o profanados.

Cuando cesó la persecución, tal día como hoy, un 29 de junio, los cristianos tomaron los restos mortales de Pablo y de Pedro y los devolvieron a sus sepulcros primeros. En los dos sitios, el nuevo emperador Constantino hizo levantar dos grandes iglesias: San Pablo extramuros y San Pedro. Por este motivo hoy celebramos a estos dos discípulos.

Los dos tuvieron muchas dificultades y aprendieron a fiarse del Señor. Recordemos un momento de la vida de Pedro. Estaban varios discípulos una noche en barca. Se levantó el mar. Se les acerca Jesús andando sobre las aguas. Ellos se asustan al ver en la oscuridad a alguien, y gritan: «Es un fantasma.» Les dice que no tengan miedo, que es él, y Pedro dice: «Señor, si eres tú, mándame que vaya hacia ti sobre las aguas.» Jesús le responde: «Ven.» Pedro comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Pero al ver que el viento era muy fuerte se asustó y, al empezar a hundirse gritó: «¡Señor, sálvame!» Jesús le tendió la mano, lo sostuvo y le dijo: «Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?»(Mateo 14, 22-31).

Me gustaría llamar la atención sobre dos detalles de este sucedido que protagoniza Pedro: el viento y los kilos que pesaba su cuerpo. Date cuenta de que el viento es un agente externo, y el peso una circunstancia personal.

Cuando Pedro sale de la barca… hace viento: hay circunstancias externas contrarias, que podrían desestabilizar. Pero Pedro no las tiene en cuenta: ya sabe Jesús que hace viento. El viento no es más que una circunstancia que evidencia que lo que estoy haciendo es algo que excede y supera mis posibilidades personales.

¿Te has preguntado alguna vez cuánto pesaría Pedro al salir de la barca? Yo sí. Y no lo sé, pero supongamos que pesara 87 kilos. ¿Y cuánto pesaría después de haber andado aquellos metros, cuando se empieza a hundir? También 87 kilos. No son los kilos que pesa los que le hunden, sino la duda. Todos pesamos 87 kilos de miserias. La combinación es más personal (unos más pereza, otros una frivolidad más pesada, otros…), pero todos 87 kilos. Pero nunca son las miserias ni las dificultades lo que nos hunde. Lo que nos hunde es la duda de que pesando 87 kilos de miserias yo pueda andar este camino.

El viento y los 87 kilos también son —si se quiere amar— factores que suman: así se ve que Dios escoge lo débil del mundo, lo pequeño, para hacer sus obras, y así confundir a los grandes y fuertes. Cuanto más viento y más kilos, mejor para ser santos: más fiados de Dios y más desconfiados de nosotros mismos. Es decir, cuantas más dificultades externas y más limitaciones personales experimentemos, en mejores condiciones estamos para nuestra relación con Dios. Con Dios… todo suma si lo que queremos es amarle.

Las dificultades limpian y purifican nuestra relación con Dios de lo que es demasiado humano.

Dios mío, por intercesión de tus hijos Pedro y Pablo, te pido por la iglesia, por todos los cristianos, y que nos enseñes a confiar siempre en tu palabra. Los problemas no son las dificultades que encontramos, el viento o la liquidez del agua; el verdadero problema es olvidar que tú eres quien me llama, y dejar de confiar en tu palabra.

Ahora es el momento importante, en el que tú hablas a Dios con tus palabras, comentándole algo de lo que has leído. Cuando lo hayas hecho, termina con la oración final. 

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