San Enrique, emperador. Siglo X-XI
La idea principal de su imperio fue la unidad del Santo Imperio romano-germánico y reforzar la influencia de la Iglesia en la sociedad. Como no tuvo herederos, entregó al Señor todos sus bienes y legado.
Todos entran entre un hombro y otro
Son típicos los malentendidos y piques entre amigos. Lógicos, pues somos distintos y todos tenemos nuestro amor propio… Bien ¿y nos perdonamos?
En la universidad tuve un profesor croata, Luka Brajnovic, que había pasado mucho en la vida. Lo que vivió en la guerra era apasionante. Lo publicó más tarde en un libro que tituló Despedidas y encuentros. Allí se lee:
«Una mañana de 1942, Margo (guerrillero comunista en Croacia), entró en una iglesia detrás del sacerdote, Ivo, al que entregó un sobre que contenía —le dijo— una carta de un párroco del pueblo cercano. Cuando Ivo va a abrir el sobre, el terrorista le agredió con un cuchillo. La primera puñalada la dirigió al corazón de su víctima, pero no le mató gracias a la medalla que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta. (…) Con las repetidas puñaladas le causó heridas graves en el vientre y en las manos. (…) Poco después el agresor fue detenido y en el careo ante el juez, D. Ivo —demostrando su perdón— para salvarlo, declaró que no conocía al sospechoso.»
Cada vez que hacemos la señal de la cruz es bueno que recordemos su significado. Marca la altura y la profundidad de la presencia de Dios, la anchura y la largura de la caridad. Quiero decir, cuando alzamos nuestra mano hacia nuestra mente recordamos que vivimos viendo al Padre que se encuentra en lo más alto y profundo, y cuando llevamos la mano de un hombro a otro recordamos que estamos abiertos y amamos a todos los hombres, que sobre nuestros hombros queremos llevar la carga de todos los hermanos.
Hacer la señal de la cruz y tener personas fuera de nuestro corazón, santiguarse y dejar a alguien fuera, hacerse cruces y no hablarse con alguien o desear venganza a otro… es mentir.
Es lógico que se levanten dificultades y bandos dentro del grupo en el que nos movemos, de amigos o familiares. Pero los cristianos tenemos que ayudar: esos problemas no pueden separar; tenemos que unir siempre. Así lo hemos vivido desde el principio: «No devolváis a nadie mal por mal… En vez de eso, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber: así le sacarás los colores a la cara. No te dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien» (Romanos 12, 17-21).
¿Recuerdas al papa Juan Pablo II perdonando a la persona que atentó gravemente contra su vida ese 13 de mayo en la plaza de San Pedro en Roma? Después el mismo Papa nos recordaba que el perdón introduce en el mundo «una nueva forma de relacionarse con los demás, una forma ciertamente fatigosa, pero rica en esperanza. En esto, la Iglesia sabe que puede contar con la ayuda del Señor que nunca abandona a quien, frente a la dificultad, acude a él».
Cada vez que me santigüe, Señor, recordaré que debo estar abierto a todos y unir a todos. Que no entre en las rencillas, en las críticas. Que me repugne la división entre personas. Quiero introducir en el mundo esta nueva forma de relacionarnos. Acudo a ti, Dios mío, no nos abandones, que noten que te sigo porque siempre uno y venzo cualquier asunto que pueda separarnos. Madre de todos los hombres, enséñanos a decir «sí, te perdono».
Si quieres, santíguate despacio y recordando el sentido que tiene. Mira con él si algunas personas no entran entre hombro y hombro.
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