Santa Juana Francisca de Chantal, Co-fundadora. Siglos XVI-XVII.
De Francia, se casó con el Barón Christophe de Rabutin-Chantal, de quien tuvo seis hijos. Tras enviudar, conoció a San Francisco de Sales, que fue su director espiritual junto a San Vicente de Paúl.
Hacer bien más que estar bien
Alessandro Manzoni escribe: «El hombre, mientras está en este mundo, es un enfermo que se encuentra en una cama más o menos incómoda, y ve a su alrededor otras camas, bien hechas por fuera, lisas, mullidas: y se figura que en ellas se debe de estar muy bien. Mas si consigue cambiar, apenas se ha instalado en la nueva, empieza, con el peso, a sentir, aquí una paja que lo pincha, allí un bulto que lo oprime: estamos, en suma, más o menos como al principio. Y por eso se debería pensar más en hacer el bien, que en estar bien: y así se acabaría por estar mejor.»
Así es: mejor pensar más en hacer bien que en estar bien. Sin embargo, algunos gastamos todas nuestras energías en estar bien: que no me duela nada, no tener sueño ni hambre, estar distraído y sin esforzarme, descansado y con la piel morena…
La diferencia entre un hombre vivo y un cadáver es que en el primero existe una unidad compuesta y en el segundo una descomposición. En el muerto falta la conexión de los órganos, por lo que se disgregan, se disuelven y se desintegran. Estos órganos no pueden funcionar con independencia porque se necesitan unos a otros. Les falta un hilo conductor: el sistema nervioso, la cabeza.
¿No te parece que hay muchos cadáveres ambulantes? Hombres y mujeres sin cabeza, sin rumbo, como veletas que giran según el viento. Se arriman al sol que más calienta. Imprevisibles, sentimentales, actúan según los gustos del momento. Su norma es lo que les apetece. Sin proyectos, o mejor, sus proyectos dependen del estado de ánimo o de las ganas o de aquel con quien se encuentra en ese momento.
Aunque piensen que son ellos los que deciden, su voluntad no tiene la última palabra: en ellos manda la comodidad, el vicio y el capricho. No se han marcado un camino con meta, sino una vía de escape.
En otras personas el problema no está en la falta de hilo conductor, sino en que han elegido un hilo conductor equivocado. La riqueza, la fama, el poder, destacar en algo… hilos conductores que son vanidad.
Cuentan que Alejandro Magno no era físicamente grande, sino más bien pequeño. Después de su victoria sobre Darío rey de los persas, cuando se sentaba en el trono usaba una mesa de campaña de dicho rey como escabel donde apoyar los pies. Un sirviente del rey derrotado le dijo que aquello no estaba bien, que era una humillación innecesaria para el rey vencido. Éste recibió contestación de uno de los filósofos, llamado Filoto, que acompañaba a Alejandro Magno: «Te equivocas; esto no es una humillación, sino una advertencia. Así se advierte Alejandro a sí mismo que la inestabilidad es condición propia de los imperios de los hombres.»
El buen hilo conductor es el que no se rompe nunca. Un hilo fuerte, más fuerte que la muerte. Sólo el Amor de Dios que es eterno, fiel y grande crea este hilo. En el hombre este amor se traduce en santidad. La santidad no es otra cosa que el Amor de Dios informando toda nuestra vida, todas nuestras acciones: «Ora comáis, ora bebáis, o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios» (I Corintios 10, 31) .
Este hilo es sencillo de obtener, porque no se nos pide perfección —somos débiles— sino respuesta al Amor de Dios.
El tiempo libre y las vacaciones no es tiempo para pasarlo sin más, esto sería no tener hilo conductor. Necesitamos ponernos metas, saber qué buscamos. Tampoco nos serviría si los propósitos fuesen simplemente comerciales: comprar, gastar, adquirir, aprender; esto sería tener un hilo conductor erróneo. El buen agosto es el agosto santo, cuando decidimos disfrutarlo contando con Dios, amándole y ofreciéndole todas esas cosas buenas que nos gustan y le gustan.
Santa María, tú pusiste un buen hilo conductor a tu vida. No buscaste «estar bien» sino «hacer bien». Enséñame a vivir así este mes. Quiero que mi hilo conductor sea fuerte, que dé unidad a todo. «Todo para la gloria de Dios»: ése quiero que sea mi lema, como tantas veces escribió tu hijo san Ignacio.
Comenta con Dios cómo te ves: si te mueve más estar bien o hacer bien… y pregúntale qué le gustaría que cambiases. Puedes terminar con la oración final.
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