Santa Pelagia de Antioquía, Virgen y Eremita. Siglo V.
Se la presenta como una de las más insignes pecadoras del mundo, allá por la segunda mitad del siglo V. Tras su encuentro con Nono, anacoreta de Tabenas, se dedicó a la penitencia. Murió disimulando con una máscara su condición de mujer, habiéndose hecho llamar Pelagio.
Empozoña con tu veneno a Aglauros
El mito narrado en la Metamorfosis cuenta lo siguiente. El bello dios Mercurio decidió abandonar el cielo y dirigirse a la tierra para enamorarse de Herse, una de las tres hijas de Cécrope. Pasó delante de la casa de las tres hermanas, pero la primera que salió a su encuentro no fue Herse, sino su hermana Aglauros. Mercurio le dijo el motivo de su viaje —enamorarse de su hermana Herse—, y le pidió que hiciese lo posible para ayudarle a conseguir el amor de su hermana.
Aglauros lo escuchó, y en ese mismo momento una diosa quiso introducir en Aglauros la envidia. Entonces, dice el mito, la diosa se dirigió a la casa de la Envidia, «sucia de negra sangre cuajada», para hacerle el encargo. Así describe la casa:
«Es una casa oculta en un valle profundo, privada de sol, no accesible a ningún viento, lúgubre, transida de un frío que paraliza, y que, desprovista siempre de fuego, está siempre sumida en tenebrosa bruma.»
Cuando llega, llama a la puerta con la punta de su lanza. «Al golpe se abren las dos hojas; ve dentro a la Envidia comiendo carne de víbora, adecuado alimento de su veneno, y al verla aparta la diosa los ojos. Pero la Envidia se levanta pesadamente de la tierra, abandona los cuerpos a medio comer de las serpientes, y avanza con paso lánguido (…) En su rostro se asienta la palidez, en todo su cuerpo la demacración, nunca mira de frente, sus dientes están lívidos de moho, su pecho verde de hiel, su lengua empapada en veneno; no hay en ella risa, salvo la que produce el espectáculo de la desdicha, y no goza del sueño, despierta siempre por desvelados afanes; ve la felicidad de los hombres que le molesta y se consume de verla; hace daño y se hace daño a la vez, y es ella su propio suplicio.»
Entonces, la diosa le da el encargo a Envidia: «Emponzoña con tu veneno a una de las hijas de Cécrope; es necesario; se trata de Aglauros.» Así lo hizo Envidia, y «una vez que ha entrado en la habitación de la hija de Cécrope, ejecuta lo ordenado.»
Las características del envidioso quedan formidablemente descritas en lo que hace Envidia a la bella Aglauros: «Le toca el pecho con su mano enmohecida, le llena el corazón de espinas punzantes, le sopla dañina pestilencia y difunde por sus huesos y derrama en mitad de sus pulmones un veneno negro como la pez. Y para que los motivos de pesar no se extiendan a una amplia zona, le pone delante de los ojos la imagen de su hermana, del feliz matrimonio de su hermana y del dios Mercurio en toda su belleza, y todo lo presenta agrandado. Irritada por todo ello, la Cecrópide sufre la mordedura de secreto sufrimiento, y angustiada de noche y de día, gime y se va consumiendo la desdichada en lento acabamiento, como el hielo herido por un sol vacilante; la ventura de la dichosa Herse la devora tan inexorablemente como cuando se prende fuego por debajo a hierbas espinosas que sin producir llamas se van quemando en tibio calor.
Así es la envidia. Todos tenemos alguna experiencia: consume y llena el corazón de espinas, no se soporta lo bueno que disfruta el otro, envenena, hiela… No debemos extrañarnos de sentirla, pero… una cosa es sentirla y otra bien distinta consentirla. Cuando sintamos envidia, con toda paz acudimos a nuestro Salvador y le decimos que no queremos esos sentimientos, que actuaremos en contra de lo que nos sugiere la envidia, le pedimos que nos cambie el corazón hasta alegrarnos por el bien del otro… y poco a poco Él nos va transformando. Pero lo primero es lo primero: reconocerla.
Líbrame, Dios mío, de la envidia. La siento a veces, pero no quiero dejarme dominar por ella. Una cosa es que la sienta, y otra que la consienta. Cuando la sienta, con tu ayuda, la combatiré.
Puedes comentarle ahora con quiénes sientes envidia, por qué, y pedirle que sane tu corazón. Después puedes terminar con la oración final.
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