Santo Domingo de Silos, Abad. Siglo XI
Fue ordenado sacerdote y tras año y medio se marcha y toma el hábito negro de San Benito. Fue expulsado al defender los tesoros del monasterio frente al rey. En Castilla se encargará de poner en pie el monasterio de San Sebastián de Silos.
La palabra y la voz
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un solo Dios. Tres personas. El Hijo es Dios, y por eso eterno como el Padre. Y es la Palabra, como dice san Juan. La palabra se hizo hombre. Pero Jesucristo sigue siendo la Palabra.
Es evidente que la palabra no es lo mismo que la voz. La palabra es lo que tiene un contenido que va del que habla al que escucha. Y el medio por el que va de uno a otro es la voz. Unos tienen buena voz y sus palabras no dicen nada; otros al contrario, con mala voz dicen palabras muy interesantes.
Cuando predicaba san Juan decía: yo soy la voz del que grita en el desierto. Juan es la voz. Cristo es la Palabra.
Y ahora, para hablar, el Hijo no necesita de voz. Muchas veces también usa la voz de alguien que nos habla para hablar Él, como usó hace veinte siglos la voz de Juan, pero no le resulta imprescindible.
Cristo sigue siendo la palabra y sigue hablando. Pero no siempre necesita voz. Habla por la Iglesia, pero también habla allá dentro de nosotros, donde se encuentra la conciencia (aunque no es la conciencia). Para escucharle hace falta un mínimo de silencio interior. Igual que si pongo el compact-disc muy bajito y al lado mi hermano está tocando la batería no oiré el compact, del mismo modo si no tengo silencio por dentro tampoco le podré oír.
Además, él habla muy bien. En un momento muy breve es capaz de hacer ver algo que, explicado «con voz», podría costar horas y horas hacerlo entender, y a pesar de todo quizá no quedaría bien entendido.
Pero es necesario que creemos el clima en el que pueda hablarnos. Símbolo de este clima es el desierto. «Hay que atravesar el desierto y permanecer en él para acoger la gracia de Dios. Es aquí donde uno se vacía de sí mismo, donde uno echa de sí lo que no es de Dios y donde se vacía esta pequeña casa de nuestra alma para dejar todo el lugar para Dios solo. Los hebreos pasaron por el desierto, Moisés vivió en el desierto antes de recibir su misión, san Pablo, san Juan Crisóstomo se prepararon en el desierto. Es un tiempo de gracia, un período por el cual tiene que pasar todo el mundo que quisiera dar fruto. Hace falta este silencio, este recogimiento, este olvido de todo lo creado, en medio del cual Dios establece su reino y forma en el alma el espíritu interior; la vida íntima con Dios, la conversación del alma con Dios en la fe, la esperanza y la caridad. Más tarde el alma dará fruto exactamente en la medida en que el hombre interior se haya ido formando en ella.
»Sólo se puede dar lo que uno tiene y es en la soledad, en esta vida solo con Dios solo, en el recogimiento profundo del alma, donde olvida todo para vivir únicamente en unión con Dios, pues Dios se da todo entero a aquel que también se da sin reserva.
»¡Date enteramente a Dios solo y él se te dará todo entero a ti! Mira a san Pablo, a san Benito, a san Patricio, a san Gregorio Magno, y a tantos otros; ¡qué tiempos tan largos de recogimiento y de silencio! Sube más arriba: mira a san Juan Bautista, mira a Nuestro Señor. Nuestro Señor no tenía necesidad, pero ha querido darnos un ejemplo.»
Se preguntaba Ratzinger: «¿Cómo encontramos ese silencio? El mero callar no lo crea. En efecto, un hombre puede callar exteriormente pero estar al mismo tiempo totalmente desgarrado por el desasosiego de las cosas. Alguien puede callar pero tener muchísimo ruido en su interior.» Y entonces, con palabras algo difíciles pero que leídas dos veces se van descubriendo, dice de cuatro maneras en qué consiste:
«Hacer silencio significa encontrar un nuevo orden interior.
»Significa pensar no sólo en las cosas que se pueden exponer y mostrar.
»Significa mirar no sólo hacia aquello que tiene vigencia y valor de mercado entre los hombres.
»Silencio significa desarrollar los sentidos interiores, el sentido de la conciencia, el sentido de lo eterno en nosotros, la capacidad de escucha frente a Dios.»
Normalmente el Señor habla a quien le quiere oír y lo hace posible. Él sabe perfectamente cuándo quieres o no quieres. ¿Le preguntas cosas a Dios? ¿Le pides que te explique lo que no entiendes? ¿Sabes esperar o quieres que te lo haga ver sobre la marcha? ¿Le pides darte cuenta de esa cosa, o de aquella otra? ¿Creas el clima del desierto en tu alma dedicando un tiempo sólo para él, para que él se te dé «todo para ti»?
Madre mía, consíguenos el saber hablar y escuchar a tu Hijo, que es la Palabra. Que sintonice con él fácilmente, como sintonizo fácilmente la emisora de radio que me gusta. Que cree silencio en mi interior. Que oiga todo lo que quiere decirme. Que cuide este pequeño rato de oración todos los días de mi vida, donde le hablo y donde él me habla. Tengo que decidirme a crear «silencio» en mí. Ayúdame.
¡Qué interesante sería que ahora te decidieses con Dios a buscar el silencio del desierto estos días! Háblalo con él.
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